Digno de Bram Stoker
Las luces fluorescentes del almacén parpadeaban ocasionalmente, proyectando sombras inquietas sobre las paredes de hormigón mientras el Dr. Mateo realizaba su macabra labor. El grupo se retiró a una pequeña cocina comunal dentro del complejo de trasteros, un espacio anodino que, a aquellas horas de la noche, ofrecía la privacidad que necesitaban.
El aroma a café rancio y comida recalentada impregnaba el ambiente, mezclándose con el eco distante de los sonidos metálicos que producía el doctor en su trabajo. Elena se apoyó contra la encimera mientras París ocupaba una esquina oscura, su figura apenas visible bajo la capucha. Miguel Ángel y Roc tomaron asiento en las desgastadas sillas de plástico, mientras Ezequiel permanecía de pie, cerca de la puerta.
“Necesitamos esos objetos personales”, comenzó Elena, su voz apenas un susurro en la quietud nocturna. Las propuestas comenzaron a fluir: desde un asalto directo a la comisaría hasta elaborados planes de infiltración. Sin embargo, fue la sugerencia de aproximarse a Etienne Miller la que captó la atención general. “Podríamos aprovechar que ya establecimos contacto durante el velatorio”, añadió Roc, intercambiando una mirada significativa con Elena.
Ezequiel se apartó de la pared, sus ojos brillando con astucia. “Puedo hacerme pasar por detective privado”, propuso, sus dedos jugando distraídamente con el borde de su chaqueta. “El abuelo afligido contratando a un profesional para investigar la muerte de su nieto… tiene sentido.”
Mientras el plan tomaba forma, cada uno se sumergió en sus propias ocupaciones. Elena se alejó a un rincón, su voz un murmullo controlado mientras gestionaba su empresa por teléfono con Leyre y Maura. En el extremo opuesto de la cocina, Ezequiel mantenía una conversación en voz baja con Marc ‘La Rata’ Rovira, negociando la adquisición de un silenciador con la casualidad de quien compra pan.
París, con sus dedos danzando sobre la pantalla de su teléfono, desenterraba los secretos de Etienne Miller. Sus ojos se entrecerraron al descubrir el rango militar del anciano: General de División Aérea. Las piezas encajaban con la autoridad natural que había demostrado en el velatorio.
En contraste con la actividad frenética de sus compañeros, Miguel Ángel y Roc mantenían una conversación superficial sobre la vida en Barcelona, sus voces un murmullo constante que servía como telón de fondo a la escena. Sin embargo, incluso en su aparente despreocupación, sus sentidos permanecían alertas, conscientes de que en cualquier momento el Dr. Mateo podría llamarlos con sus descubrimientos sobre el destino de Gabriel.
Tras más de tres horas de minucioso trabajo, el Dr. Mateo apareció en el umbral de la cocina. La luz del pasillo proyectaba su sombra alargada sobre el suelo, y el olor antiséptico que lo acompañaba se mezcló con el aroma rancio del café. Se quitó los guantes con movimientos mecánicos, producto de años de práctica, envolviéndolos cuidadosamente en papel antes de guardarlos en una bolsa que deslizó en su bolsillo. Su rostro, normalmente sereno, mostraba el agotamiento característico de quien acaba de enfrentarse a verdades perturbadoras.
Sin mediar palabra, se acercó a la cafetera y se sirvió una taza del café que llevaba horas reposando. El líquido negro y espeso humeaba débilmente mientras Mateo encendía un cigarrillo con dedos ligeramente temblorosos. El humo ascendió en espirales perezosas, creando patrones fantasmales bajo la luz fluorescente mientras pedía unos minutos para serenarse. Los vástagos esperaron en silencio, respetando el ritual de un hombre que necesitaba procesar lo que acababa de presenciar en aquella improvisada sala de autopsias.
Cuando el último rescoldo del cigarrillo se extinguió contra el fondo de una taza vacía, Mateo los guió de vuelta al laboratorio. El eco de sus pasos resonaba en el pasillo vacío, como un preludio a las revelaciones que estaban por venir. Con gestos precisos, entregó a Elena una bolsa térmica que contenía las muestras para analizar, junto con toda la documentación necesaria. El peso de la evidencia parecía más significativo que sus gramos reales.
Las preguntas comenzaron a brotar como sangre de una herida abierta, cada una más urgente que la anterior. El rostro del doctor se mantuvo imperturbable, con la serenidad que solo otorgan décadas examinando la muerte. Sus palabras, medidas y profesionales, desentrañaban el último capítulo en la vida de Gabriel.
“La causa exacta es difícil de determinar”, explicó, su voz profesional ocultando cualquier emoción. Sus ojos se movían entre sus notas mientras continuaba. “Hay múltiples lesiones anteriores a la muerte, moratones extensos que sugieren un enfrentamiento violento.” Hizo una pausa significativa, sus dedos rozando inconscientemente su propio cuello antes de continuar. “Lo más peculiar son unas marcas en el cuello, como de agujas gruesas, pero con un patrón que no coincide con ningún instrumento médico conocido.” Una sonrisa sin humor cruzó su rostro. “Casi parece sacado de una novela de Stoker.”
Sus dedos expertos trazaron patrones invisibles en el aire mientras detallaba los huesos rotos, aunque admitió que era imposible determinar si las fracturas ocurrieron antes o después de la muerte. “El agua puede ser muy violenta”, explicó, “y un cuerpo a la deriva puede golpearse contra cualquier cosa, desde rocas hasta embarcaciones.” Su voz adquirió un tono más firme al añadir: “Lo que sí puedo asegurar es que Gabriel ya estaba muerto cuando tocó el agua. Sus pulmones estaban completamente vacíos.”
Con meticulosa precisión, describió el estado en que se encontró el cuerpo: la ropa de noche, elegante aunque maltratada por el agua salada, los restos de maquillaje aún adheridos a la piel como un último testimonio de la vida que fue. Cada detalle era una pincelada más en el retrato de los momentos finales de Gabriel.
El inventario de objetos personales siguió, cada uno descrito con la precisión de un archivista. “Un barrendero encontró el bolso de Gabriel en una papelera cerca de la playa”, explicó Mateo, sus ojos fijos en sus notas. “Contenía un lanyard con una pequeña llave que podría abrir cualquier cosa, desde un candado hasta una taquilla, joyas que brillaban tenuemente bajo la luz artificial, los habituales artículos de un bolso (crema de manos, bálsamo labial, maquillaje, un peine), una cartera que contenía, además de las tarjetas habituales, notas manuscritas con nombres y números de teléfono cuyo contenido exacto se perdía en la memoria del doctor. Un libro y, significativamente, un táser completaban la colección.”
Con la profesionalidad de quien ha visto demasiado, Mateo se despidió, recordándoles que lo contactaran cuando tuvieran los resultados de los análisis. Las luces parpadearon brevemente mientras abandonaba la sala, como si el propio edificio reconociera la gravedad del momento.
El silencio que siguió fue denso, casi tangible. Roc y Miguel Ángel intercambiaron una mirada antes de proceder a la última y solemne tarea de la noche. Con movimientos cuidadosos, casi rituales, trasladaron el féretro hasta la furgoneta donde París esperaba, el motor ya en marcha.
El viaje de regreso al cementerio transcurrió en un silencio sepulcral, solo interrumpido por el ocasional sonido del tráfico nocturno. Las calles de Barcelona parecían diferentes a esa hora, como si la ciudad misma contuviera el aliento ante el paso de su macabra carga. Las farolas proyectaban sombras fantasmales que bailaban sobre el asfalto, marcando su camino como un cortejo fúnebre improvisado.
La oscuridad del cementerio los recibió como una vieja conocida. Sin mayores complicaciones, devolvieron a Gabriel a su nicho, cada movimiento ejecutado con un respeto que trascendía la simple cortesía. El sonido del cemento al sellar nuevamente la abertura resonó con una finalidad inquietante.
Mientras se alejaban del lugar, cada uno de los vástagos cargaba no solo con el peso de lo descubierto, sino también con la certeza de que las respuestas obtenidas solo habían generado preguntas más oscuras. La noche había revelado algunos de sus secretos, pero el misterio que rodeaba la muerte de Gabriel parecía más profundo que nunca.
Los vástagos se separaron, cada uno dirigiéndose a su refugio. Algunos se detuvieron brevemente en el camino, cediendo a la sed que los atormentaba, buscando entre las sombras de Barcelona aquel elixir escarlata que los mantenía atados a su existencia inmortal.
Noche 4 - 12/11/2024
El abuelo
Con las primeras sombras de la noche, el grupo se congregó en Las Llaves de la Diagonal. Fue allí donde Elena estableció contacto con Etienne Miller, con el manos libres para que todos pudieran escuchar. La voz del anciano sonaba diferente al teléfono, desprovista de aquella energía que había mostrado durante el velatorio. El cansancio se filtraba a través de la línea, pero aun así, aceptó reunirse con ellos sin demasiadas reticencias.
Los preparativos fueron rápidos. Finalmente, Elena, Roc y Ezequiel partieron desde el local en uno de los vehículos de Elena hacia el barrio de Sants. El lugar de encuentro, un modesto bar en territorio de la Camarilla, había sido elegido por el propio Etienne.
Cuando el reloj marcaba las ocho de la noche, los tres vástagos cruzaron el umbral del establecimiento. Etienne ya los esperaba, una figura solitaria junto a una mesa apartada, con una taza de café y el periódico del día como única compañía. Al verlos, se incorporó con la dignidad propia de su porte militar, saludándolos con un gesto cordial mientras llamaba al camarero con un ademán experimentado.
Tras el ritual de pedir bebidas que ninguno probaría, Elena procedió con las presentaciones. Cuando Ezequiel se identificó como detective privado, el rostro de Etienne se endureció sutilmente. Sus ojos, acostumbrados a evaluar hombres durante décadas de servicio militar, escrutaron al joven vástago con intensidad, como si intentara reconciliar la imagen del supuesto investigador con aquella mirada melancólica que le devolvía la mirada.
“Mis condolencias por su pérdida”, comenzó Ezequiel con voz suave, antes de sumergirse en una serie de preguntas meticulosamente calculadas. Como un artesano tejiendo una red invisible, fue construyendo el marco de su investigación: ¿Quiénes eran los amigos más cercanos de Gabriel? ¿Había notado cambios en su comportamiento durante las últimas semanas? ¿Qué sabía de las personas que habían asistido al velatorio? ¿Le había mencionado Gabriel sentirse amenazado o en peligro?
Con cada pregunta, la fachada profesional de Ezequiel se fortalecía, sus palabras destilando la experiencia de quien conoce bien los procedimientos investigativos. “En casos como este”, explicó, inclinándose ligeramente sobre la mesa, “es crucial reconstruir las últimas 48 horas de la víctima. Los testigos, las rutinas alteradas, los patrones rotos… todo cuenta.”
Etienne escuchaba con atención, su rostro ensombreciéndose gradualmente. “Gabriel era… selectivo con lo que compartía conmigo”, admitió finalmente, su voz cargada de pesar. “Solo me hablaba de sus alegrías: sus cuadros, sus actuaciones, sus pequeños triunfos. Todo lo oscuro, todo lo difícil… lo mantenía lejos de mí.” Hizo una pausa, pasándose una mano por el rostro cansado. “La verdad es que pensaba investigar por mi cuenta, pero quizás… quizás estoy demasiado implicado emocionalmente. Hay ciertas líneas que podría cruzar sin dudarlo…”
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, cargadas de un significado que ninguno de los presentes necesitó aclarar. Ezequiel aprovechó ese momento de vulnerabilidad para formular la pregunta que habían estado posponiendo: “Señor Miller, para avanzar en la investigación, necesitaríamos examinar los objetos personales de Gabriel que la policía recuperó. Cualquier detalle, por insignificante que parezca, podría ser crucial.”
Para sorpresa del grupo, Etienne se agachó sin dudar y extrajo una mochila de debajo de su silla, entregándosela a Roc, que estaba sentado a su lado. “Todo está aquí”, dijo simplemente. “Todo lo que la policía encontró y me entregó.”
Tras un momento de silencio cargado de significado, Etienne se puso en pie. Sus ojos recorrieron los rostros de los tres vástagos antes de hablar: “Dejo esto en vuestras manos. No sé por qué, pero siento una extraña conexión entre vosotros y mi nieto. Si en algún momento encontráis obstáculos en vuestra investigación, hacédmelo saber. Tengo buenos contactos.”
Sin esperar respuesta, se dirigió a la barra y saldó la cuenta. Su despedida fue un simple gesto con la mano mientras se alejaba, dejando tras de sí el eco de sus palabras y el peso de aquella mochila llena de recuerdos y pistas por descifrar.
La Scatola Nera
Una vez finalizada la charla con Etienne, Roc, Ezequiel y Elena, vuelven a subirse en el Mercedes de Elena, y se dirigen hacia su encuentro con Miguel y Paris. Sin mayores contratiempos atraviesan las calles nocturnas del Eixample, donde el tráfico fluye con la cadencia típica de una noche barcelonesa.
Tras aparcar en un parking cercano, emergen a las calles del distrito, mezclándose con la corriente de mortales que, ajenos a la verdadera naturaleza de ciertos establecimientos, disfrutan de su vida nocturna. Ante ellos se alza La Scatola Nera, un edificio que emana elegancia por cada uno de sus poros. La fachada, majestuosa y refinada, oculta tras su apariencia de club de música clásica y ópera uno de los santuarios más importantes de la sociedad vampírica de Barcelona.
A simple vista, el establecimiento respira el aire de los grandes salones musicales italianos. Sus ventanales, elegantemente iluminados, dejan entrever el interior forrado en terciopelo burdeos con detalles en pan de oro. Incluso desde la calle, se puede percibir el ambiente de sofisticación que ha convertido al lugar en un imán para la élite cultural de la ciudad.
Cuando se aproximan a la entrada, un joven de porte distinguido que se presenta como Alejandro Santacruz, se materializa junto a ellos casi sin hacer ruido. Con una cortesía estudiada, les pregunta si vienen a la reunión. Tras su respuesta afirmativa, los guía lejos de la entrada principal, donde mortales elegantemente vestidos aguardan para disfrutar de uno de los recitales nocturnos.

En lugar de acceder por el club, donde el aroma de maderas nobles y cuero antiguo se mezcla con las notas de cócteles artesanales servidos en la barra de ónix, el joven los conduce hacia una entrada lateral del edificio adyacente. Este bloque de apartamentos turísticos de lujo esconde uno de los secretos mejor guardados de la noche barcelonesa.
Las escaleras que ascienden parecen pertenecer a un edificio completamente distinto al club público. Cada peldaño los aleja más del mundo mortal y los adentra en el verdadero corazón del poder vampírico. En el rellano superior, el joven abre una puerta doble que revela una sala impresionante. En su centro, una mesa de caoba maciza domina el espacio, lo suficientemente grande como para acomodar a treinta personas. La iluminación tenue proyecta sombras danzantes sobre las paredes, creando una atmósfera que parece diseñada para albergar los secretos más oscuros de la noche.
“Nos veremos más tarde durante la reunión”, se despide el joven Santacruz con una ligera reverencia antes de cerrar las puertas tras de sí. La sala, lejos de estar vacía, alberga un considerable número de vástagos. Rostros conocidos y desconocidos se giran para estudiar a los recién llegados, algunos con curiosidad apenas disimulada, otros con la estudiada indiferencia de quienes llevan siglos jugando al ajedrez político de la noche. El aire está cargado de tensión y anticipación, como si cada uno de los presentes fuera consciente de que esta noche marcará un antes y un después en la historia de Barcelona.
Pasos en la turbulencia política
En el interior de aquella sala había algunas caras conocidas, pero muchas más desconocidas. Ninguno de ellos había estado antes en un Elíseo de semejante tamaño. El grupo intentó pasar desapercibido, pero era demasiado tarde para ello. Muchos ojos estaban puestos sobre ellos; se podría decir que eran unos de los protagonistas de aquella reunión, y los recién llegados rara vez gozaban de tanta relevancia.
La sensación de que el tiempo se detenía y que todas las miradas estaban posadas en ellos duró apenas unos segundos, pero se sintió como una eternidad. Gradualmente, el ambiente retomó su ritmo: el suave murmullo de las conversaciones en voz baja, el movimiento elegante y ensayado de los vástagos por la sala, las miradas sospechosas que se cruzaban como silenciosas dagas.
Apenas habían transcurrido un par de minutos cuando Ezequiel rompió el círculo y, con aparente despreocupación, se dirigió hacia Isadora Blackwood justo cuando ella terminaba una conversación en un rincón de la sala. El resto del grupo lo siguió con la mirada, tensos ante su iniciativa. Habían acordado mantenerse neutrales, pero poco podían hacer frente a la mente dispersa y siempre curiosa de Ezequiel.
Isadora lo saludó con uno de sus característicos abrazos fríos, un gesto calculado más que un verdadero recibimiento. Luego, sin perder el tiempo, aprovechó la oportunidad para volverse hacia el resto del grupo. Su elegancia tenía algo depredador: cada paso medido y preciso, su sonrisa tan glacial como encantadora.
“Venid”, les dijo con aquella voz que mezclaba autoridad y cortesía, “vamos a presentaros en sociedad. Todo está moviéndose muy rápido estos días.”
Como una maestra de ceremonias, Isadora los guió por la sala, moviéndose entre los grupos de vástagos con la precisión de quien conoce perfectamente la coreografía del poder. Las conversaciones se detenían momentáneamente a su paso, los ojos siguiendo su progreso con una mezcla de respeto y cautela.
La procesión de presentaciones fue metódica y calculada. Cada primogénito representaba décadas de poder e influencia acumulada, su autoridad emanando no tanto de su edad como de su posición y capacidad política: Irene Montclair, primogénita Toreador, con su belleza sobrenatural y mirada penetrante; Eduardo Pons, primogénito Malkavian, quien mantuvo con Ezequiel una breve conversación cargada de significados ocultos; el imponente Tariq Ibn Jafar, primogénito Banu Haqim, cuya presencia emanaba una autoridad ancestral.



Raúl Delgado y Mara Kovak, rostros familiares tras los eventos de hace un par de noches, intercambiaron miradas significativas con el grupo. Lorenzo Ferrer, el primogénito Nosferatu con quien Paris había hablado brevemente por teléfono, los estudió con una intensidad inquietante. La Sheriff, Amira Al-Nasir, y los azotes Manuel Navarro y Víctor Morales, completaban el círculo de poder de la Camarilla.




El ritual de presentaciones fue interrumpido por la llegada de tres figuras: entre ellas destacaba Cristian, el Tremere que habían encontrado la noche anterior. Su presencia, junto con sus acompañantes, añadió una nueva capa de tensión al ambiente ya cargado de la sala.



Apenas habían terminado las presentaciones cuando Elena Torres, la baronesa de Barcelona, flanqueada por Javier González y Lucía Valdez, se aproximó al grupo. Su presencia contrastaba marcadamente con la formalidad de la Camarilla: más directa, más cercana. Se dirigió primero a Roc, reconociendo su afiliación anarquista, antes de saludar a Elena, a quien conocía de algunos encuentros previos en la ciudad.
El intercambio que siguió fue una danza política apenas disimulada. Elena Torres sondeó sus lealtades, y las respuestas que recibió sobre la supremacía de la Camarilla dibujaron una sombra de decepción en su rostro. “Es una pena”, dijo con un deje de amargura en su voz, “que los vástagos más jóvenes sigan bajo el yugo de las antiguas generaciones. Tenía esperanza en que las cosas fueran cambiando poco a poco.”
La llegada de un grupo de cuatro anarquistas, reconocibles por su vestimenta menos formal, proporcionó a Elena Torres la excusa perfecta para retirarse, aunque no sin antes prometer a Roc una introducción más completa al movimiento.




Aquellos momentos iniciales en la sala del Elíseo marcaban el verdadero inicio de su vida política en la ciudad. Las líneas se estaban dibujando claramente: Elena, Miguel Ángel, Ezequiel y Paris se habían adentrado en el mundo calculado y frío de la Camarilla, conociendo a quienes pronto podrían ser sus superiores, mientras que Roc, atraído por un movimiento más liberal y cercano, era invitado a conocer a sus potenciales iguales. La noche apenas comenzaba, y ya las decisiones que tomarían podrían definir sus destinos en la ciudad de Barcelona.
Pocos minutos después de la llegada del grupo anarquista, una joven elegantemente vestida hizo aparición en la sala. Se movía con la gracia natural de una Ventrue, pero había algo diferente en su forma de interactuar: se deslizaba entre las distintas facciones con una fluidez poco común, saludando aquí y allá, como si las líneas invisibles que dividían a los distintos grupos fueran inexistentes para ella. No parecía pertenecer a ninguna facción y, paradójicamente, parecía encajar en todas.

Elena observó este peculiar baile social con creciente interés. La joven desafiaba las expectativas de comportamiento típicas de los clanes, especialmente del suyo propio. Cuando sus miradas se cruzaron, la recién llegada le dedicó una sonrisa que mezclaba cordialidad con un toque de astucia, antes de acercarse con paso decidido.
“Elizabeth Walker”, se presentó con un acento que delataba sus orígenes británicos. “He oído hablar de ti.” Su tono sugería que las noticias habían sido interesantes.
La revelación de que era una Ventrue anarquista cayó como una bomba en la mente de Elena. Era como encontrar un unicornio en medio de Barcelona: los Ventrue eran los pilares de la Camarilla, los arquitectos de su jerarquía. Una Ventrue anarquista era prácticamente una contradicción en términos.
La conversación derivó hacia los negocios con una naturalidad que solo dos Ventrue podían lograr, incluso estando en bandos opuestos. Elizabeth hablaba de oportunidades y libertades con la precisión de una estratega consumada. “No me malinterpretes”, explicó mientras observaba el ir y venir de los demás vástagos, “no soy una revolucionaria que sueña con derribar el sistema. Simplemente prefiero construir mi propio imperio sin una docena de antiguos dictando cada uno de mis movimientos.”
Sus ojos brillaron con astucia mientras continuaba: “Además”, añadió con una sonrisa que recordaba a un gato del Cheshire, “puede que los distritos anarquistas no sean el Eixample, pero hay oro en esas calles para quien sabe dónde buscar. Y créeme, yo sé exactamente dónde buscar.”
Con esas palabras, Elizabeth se despidió con la misma elegancia con la que había llegado, dejando a Elena sumida en reflexiones. La idea de una Ventrue que había encontrado su propio camino fuera de la rigidez de la Camarilla plantaba una semilla de inquietud en su mente. ¿Era posible mantener la esencia Ventrue - el poder, la influencia, el control - sin las cadenas doradas de la jerarquía? La sonrisa enigmática de Elizabeth sugería que sí.
Tras aquella conversación, la llegada de los participantes se precipitó, pues la hora de empezar se acercaba. La primera oleada llegó en forma de dos mujeres que cruzaron el umbral casi como una exhalación. Su mera presencia bastó para que la temperatura de la sala pareciera descender varios grados, mientras miradas de recelo y desagrado se clavaban en ellas desde varios rincones.


Miguel Ángel, siempre observador, captó aquellas miradas hostiles y los susurros que comenzaron a circular por la sala. Con discreción, se acercó a Raúl Delgado y le preguntó por las recién llegadas. El rostro de Raúl se endureció ligeramente antes de responder.
“Son independientes”, explicó en voz baja, sus ojos siguiendo a las dos figuras. “La más alta es Elaia Kerejazu. Ex Sabbat.” La última palabra cayó como una piedra en un estanque, creando ondas de tensión. “Como puedes imaginar, no todos están… cómodos con su presencia en la ciudad.”
Pocos minutos más tarde, la puerta se abrió bruscamente y un hombre vestido con un traje extravagante y de múltiples colores irrumpió en la sala. Su presencia era como un cuadro abstracto en medio de una galería de retratos clásicos. Su mirada parecía perdida en la sala, pero su sonrisa, amplia e inquietante, no vacilaba. Samuel Lacalle, peculiar incluso dentro de los de su clan. Tras él entraron dos mujeres y un hombre, formando una comitiva peculiar. Una de las mujeres movía la cabeza con evidente vergüenza, como si las excentricidades de su líder fueran una cruz que debía cargar.




La atmósfera apenas tuvo tiempo de ajustarse a esta nueva presencia cuando otro grupo hizo su entrada. El contraste no podría haber sido mayor: donde el grupo anterior irradiaba caos y excentricidad, estos nuevos llegados emanaban orden y protocolo. Una mujer encabezaba la procesión, su porte destilando una elegancia antigua que parecía pertenecer a otra época. Cuatro figuras la seguían con rostros serios y movimientos estudiados, entre ellos el vástago que había guiado al grupo hasta la sala. La Coterie que controlaba l’Eixample había hecho su aparición. La líder, mientras se dirigía hacia la mesa, dedicó una sonrisa al grupo, el gesto calculado de quien sabe exactamente el peso de cada expresión en el complejo juego de la política vampírica.




Paris escuchó el nombre de aquella mujer en una conversación cercana, Isabella D’Angelo, mientras esta se deslizaba hacia el extremo de la gran mesa de caoba. Su voz, cuando anunció que podían sentarse, resonó con la autoridad natural de quien está acostumbrada a ser obedecida. “El príncipe acaba de llegar al edificio,” añadió, una información que envió ondas de anticipación por toda la sala.
Los vástagos comenzaron a moverse como en una danza coreografiada, desperezándose de sus conversaciones como gatos que despiertan de una siesta. El ambiente cambió sutilmente; las mentes de todos los presentes parecían afinarse, preparándose para lo que estaba por venir. Era el preludio de una guerra, pero no una guerra de sangre y colmillos, sino una más sutil: la guerra de las palabras, de las miradas significativas, de las alianzas susurradas y las traiciones silenciosas.

La puerta se abrió una última vez y Fausto Benavides, príncipe de Barcelona, hizo su entrada. Cada detalle de su apariencia parecía calculado con precisión milimétrica: el traje burdeos impecablemente cortado que captaba y reflejaba la luz como si estuviera vivo, la sonrisa arrebatadora que no llegaba del todo a sus ojos antiguos, el modo en que su presencia parecía llenar la sala sin esfuerzo aparente.
Se acercó a la mesa con la calma de quien sabe que el mundo - o al menos esta pequeña parte de él - gira a su ritmo. Su disculpa por la tardanza fue pronunciada con una estudiada casualidad que la convertía en lo opuesto a una disculpa: era una demostración de poder. No había llegado tarde; simplemente, había llegado exactamente cuando había decidido hacerlo. El mensaje era claro para todos los presentes: en Barcelona, hasta el tiempo se doblegaba a la voluntad del príncipe.
Reproches
El grupo en un primer momento no acaba de saber cual es su posición, pues algunos de los vástagos asistentes no tienen sitio en la mesa, y ellos siendo unos don nadie no esperan tener sitio, pero rápidamente se dan cuenta de que no es así, Isabella D’Angelo la anfitriona les indica con la mirada y la mano donde deben sentarse cerca de ella.
Una vez todos los asistentes están en sus posiciones, Isabella se levanta para hablar. Su voz, clara y firme, resuena en la sala mientras establece las reglas del Elíseo. Como anfitriona y responsable de la seguridad de la reunión, cada una de sus palabras está medida con precisión:
“Durante esta noche”, comienza, su mirada recorriendo la mesa, “soy la responsable de la seguridad de esta reunión. Cualquier ataque que se produzca en mi territorio, por parte de cualquier vástago, será considerado un ataque directo contra mi gente y será tratado como tal.” Hace una pausa calculada antes de continuar. “Como siempre, todos los vástagos son bienvenidos en mi territorio, mientras no causen problemas y no se alimenten sin permiso. Estas mismas reglas se aplican esta noche con especial rigor.”
Tras el discurso de Isabella, el Príncipe Fausto se incorpora con un movimiento fluido. El silencio en la sala se hace más denso, casi palpable. Su voz, cuando comienza a hablar, tiene el peso de siglos de autoridad:
“Estamos aquí reunidos”, comienza, “porque la amenaza que una vez desterramos de nuestra ciudad ha regresado. El Sabbat”, hace una pausa mientras la palabra cae como una piedra en aguas tranquilas, “ha vuelto a Barcelona. Esta es una situación que requiere nuestra atención inmediata y unificada. Por primera vez en décadas, todas las facciones de la ciudad están representadas en esta mesa, un testimonio de la gravedad de la situación.”
Sus ojos se posan en el grupo antes de continuar: “Tenemos testigos directos de su presencia y sus acciones. Les cedo la palabra para que compartan con todos nosotros lo que han descubierto.”
Miguel Ángel se levanta, consciente de que todas las miradas están fijas en él. Con voz clara y profesional, comienza a relatar los eventos de la noche anterior. Describe el encuentro con los miembros del Sabbat, detallando sus habilidades y tácticas. Mientras habla, algunos de los presentes asienten con gravedad, reconociendo las disciplinas y métodos típicos de la secta. Otros, especialmente entre los más jóvenes, parecen sorprendidos o incluso horrorizados ante la descripción de los poderes exhibidos por sus enemigos.
La tensión en la sala crece con cada palabra. El relato de Miguel Ángel no solo describe una batalla, sino que pinta el retrato de una amenaza que muchos esperaban no volver a ver en Barcelona. Cuando termina su exposición, el silencio que sigue es pesado, cargado de implicaciones que todos los presentes comprenden perfectamente.
La tensión en la sala crece con cada palabra. El relato de Miguel Ángel no solo describe una batalla, sino que pinta el retrato de una amenaza que muchos esperaban no volver a ver en Barcelona. Cuando termina su exposición, Paris se incorpora, sacando la carta recuperada durante el enfrentamiento.
“Durante el enfrentamiento”, comenzó Paris, su voz clara y firme, “recuperamos esto.” Sus dedos sostienen el papel manchado con sangre seca. “Es una carta dirigida a Claudia, la jefa del grupo, aparentemente detallando algo llamado ‘Operación Arsenal Carmesí’.”
Mientras Paris lee, el silencio en la sala se hace más denso. La mención de una reunión en el faro durante la luna llena, las coordenadas específicas, la referencia a un lugar llamado ‘Reina de Picas’… cada detalle hace que los presentes se tensen más. Pero son las últimas líneas las que provocan reacciones más viscerales:
“La producción del Arsenal Carmesí procede según lo previsto”, continúa leyendo. “Cuando la Sangre Débil esté en nuestro poder, el plan se pondrá en marcha. Con ella, Barcelona volverá a ser nuestra. La sangre de los débiles alimentará nuestra revolución. Los antiguos territorios serán reclamados. La noche volverá a ser roja.”
Paris hace una pausa calculada antes de llegar a la parte más delicada. “Pero hay algo más”, su voz se endurece. “La carta menciona contactos ya establecidos en Barcelona.” Los nombres caen como gotas de ácido en la sala: “R. Bjornsson, posición asegurada. V. Devereux, control efectivo. Y…” sus ojos se mueven brevemente hacia un punto en la sala, “C. Toro, infiltración exitosa.”
El efecto es inmediato. Todas las miradas se dirigen hacia Cristian Toro, que intenta mantener la compostura. En cuestión de segundos, dos figuras se materializan a sus flancos, sujetándolo con firmeza mientras lo escoltan fuera de la sala. No hay resistencia, solo un silencio tenso que acompaña su salida.
Casi simultáneamente, sin necesidad de órdenes explícitas, Nico Vargas, uno de los anarquistas más respetados, se levanta y abandona la sala con paso decidido, presumiblemente en busca de R. Bjornsson. Por el lado de la Camarilla, Victor Morales asiente brevemente al Príncipe antes de partir, su objetivo claro: encontrar a V. Devereux.
Cuando las puertas se cierran tras ellos, un silencio sepulcral cae sobre la sala. Durante varios segundos, que parecen estirarse hasta la eternidad, nadie se atreve a romper el tenso mutismo. Solo entonces, la temperatura de la sala pareció elevarse cuando Nathaniel Adeyemi, el representante Tremere, se puso en pie. Su piel oscura contrastaba con la túnica de un azul profundo que llevaba, y cuando habló, su acento revelaba trazas de sus orígenes africanos. “Este Elíseo debería haberse celebrado en nuestro territorio.” Su voz, aunque controlada, vibraba con una autoridad nacida de siglos de conocimiento arcano. “Los hechos tuvieron lugar en nuestros dominios, y nadie conoce mejor que nosotros las implicaciones de lo sucedido.” Su mirada se desvió hacia los fragmentos de la carta recuperada, sus ojos brillando con un conocimiento inquietante. “El potencial de la alquimia de los Sangre Débil no es algo que debamos tomar a la ligera. Hay secretos en su sangre que podrían alterar el equilibrio de poder en la ciudad.”
Antes de que pudiera continuar, Samuel Lacalle soltó una risa seca y cortante que resonó en la sala como cristales rotos. “¿Preocupados por la alquimia de los Sangre Débil?” Sus largos dedos tamborilearon sobre la mesa mientras se inclinaba hacia adelante, una sonrisa maliciosa jugando en sus labios. “Me apostaría mi no-vida a que ya conocíais su existencia. ¿Cuánto tiempo llevabais observándola, esperando el momento oportuno para aprovecharos de sus conocimientos? Los Tremere siempre tan… científicos en su aproximación al poder.”
La tensión se hizo palpable cuando Elena Torres se incorporó, su figura proyectando una sombra amenazadora sobre la mesa. El aire pareció enfriarse varios grados mientras hablaba. “¿Y os sorprende que los Sangre Débil busquen refugio en las sombras?” Su voz vibraba de indignación apenas contenida. “Habéis creado una sociedad que los margina, que los empuja a esconderse. ¿Y ahora os quejáis de no haber sido informados de su presencia?”
Un murmullo de desaprobación recorrió el lado de la Camarilla. Irene Montclair, la primogénita Toreador, se levantó con la gracia fluida de una bailarina. Su belleza sobrenatural parecía acentuarse con su indignación, y cuando habló, su voz melodiosa llevaba un filo cortante. “Curioso que menciones la falta de información, Baronesa.” El título sonó casi como un insulto en sus labios, cada sílaba cuidadosamente modulada para máximo efecto. “¿Dónde estaban tus tan alabados principios de comunidad cuando otros Sangre Débil callaron sobre su presencia? ¿O acaso negarás que lo sabían? Vuestra pretendida solidaridad parece bastante… selectiva.”
“Hablando de fallos de seguridad,” intervino otro miembro de la Camarilla, su voz destilando veneno, “¿cómo explicas que la escoria del Sabbat haya conseguido infiltrarse a través de vuestros territorios? ¿Es esto un ejemplo de vuestra… libertad? ¿O quizás una demostración de lo que sucede cuando se permite que el caos reine?”
La sala se convirtió en un hervidero de acusaciones cruzadas, cada facción intentando desviar la atención de sus propias faltas señalando las ajenas. El aire parecía cargado de electricidad, como si en cualquier momento las palabras pudieran transformarse en colmillos y garras. Las viejas heridas entre las facciones, nunca completamente cicatrizadas, amenazaban con abrirse de nuevo.
Fue entonces cuando Isabella D’Angelo se levantó de nuevo. No alzó la voz, pero su presencia bastó para que el silencio se reinstaurara gradualmente en la sala. Había algo en su porte que exigía atención, una autoridad que iba más allá de las políticas de clanes o facciones.
“Señores,” comenzó, cada palabra medida con precisión quirúrgica, “nos hemos reunido aquí esta noche no para lanzarnos acusaciones como niños asustados, sino para encontrar soluciones.” Sus ojos recorrieron la mesa, encontrándose brevemente con cada uno de los presentes. La intensidad de su mirada parecía penetrar más allá de las máscaras que todos llevaban. “Todas estas conjeturas, aunque entretenidas, no nos acercan ni un paso a nuestro verdadero enemigo. Y mientras nosotros discutimos, el Sabbat se fortalece.”
Conversaciones
El silencio que siguió a sus palabras fue diferente al anterior. Ya no era un silencio cargado de hostilidad, sino uno de reflexión incómoda. Las facciones presentes parecían estar digiriendo la verdad implícita en las palabras de Isabella: sus diferencias internas eran un lujo que no podían permitirse frente a la amenaza que se cernía sobre la ciudad. El enemigo común, por una vez, podría ser más importante que las rencillas centenarias que los dividían.
El ambiente en la sala comenzó a cambiar sutilmente, como si el aire cargado de hostilidad empezara a aclararse. Fue entonces cuando Miguel Ángel se puso en pie con determinación, su figura atrayendo todas las miradas.
“Nosotros nos encargaremos de este problema,” declaró con firmeza, su voz resonando en la sala. “Puede que seamos nuevos en la ciudad, pero somos quienes nos hemos enfrentado cara a cara con esas alimañas del Sabbat. Y nos gustaría terminar lo que hemos empezado.”
Sus palabras, cargadas de determinación, provocaron una oleada de murmullos en la sala. Fue entonces cuando Elaia Kerejazu se levantó con deliberada lentitud, consciente de las miradas recelosas que aún despertaba su presencia.
“Conozco al enemigo al que nos enfrentamos”, comenzó, su voz llevando el peso de la experiencia vivida. “Sus tácticas, sus rituales, sus debilidades… He visto su verdadero rostro.” Hizo una pausa significativa antes de continuar. “Propongo una tregua temporal entre facciones. Esta no es una guerra que podamos permitirnos luchar divididos. La comunicación fluida entre todos los presentes podría marcar la diferencia entre la victoria y la derrota.”
El Príncipe Fausto asintió levemente, sus ojos recorriendo la mesa antes de hablar. “La propuesta tiene mérito”, concedió, su voz cargada de autoridad. “Para coordinar este esfuerzo conjunto, propongo a nuestra Sheriff, Amira Al-Nasir. Su experiencia en situaciones de crisis la convierte en la candidata ideal.”
Samuel Lacalle se incorporó de inmediato, su figura proyectando una sombra inquieta sobre la mesa. “Si vamos a coordinar un esfuerzo conjunto”, enfatizó la última palabra con cierta ironía, “exigimos que la Censora del Movimiento trabaje a la par con la Sheriff. No podemos permitir que esta… colaboración se convierta en una extensión del control de la Camarilla.”
Nathaniel Adeyemi intercambió una mirada con Isabella D’Angelo antes de intervenir. “Los Tremere podemos ofrecer nuestra experiencia en asuntos arcanos”, su voz resonó con la seguridad de quien conoce secretos antiguos. Isabella asintió, añadiendo: “Mi gente también está versada en ciertos aspectos místicos que podrían resultar cruciales en esta investigación.”
Desde un extremo de la mesa, Dante Giscombe se puso en pie. A pesar de su juventud vampírica, su presencia irradiaba una dignidad que hacía difícil ignorarlo. Como líder de los Sangre Débil en Barcelona, sus palabras llevaban el peso de toda su gente.
“Todo esto suena prometedor”, comenzó, sus ojos fijos en el Príncipe y los primogénitos de la Camarilla, ignorando deliberadamente al resto de la sala. “Pero necesitamos más que palabras. El Movimiento”, hizo un gesto de reconocimiento hacia Elena Torres y los suyos, “ya nos ha demostrado su compromiso con nuestra protección. Sin embargo, la Camarilla…”
Dejó que el silencio se extendiera por un momento, permitiendo que el peso de lo no dicho se asentara en la sala. “Ya hemos visto que el Sabbat tiene un interés particular en nosotros, específicamente en nuestras capacidades alquímicas. Si vamos a formar parte de esta alianza, si vamos a compartir nuestros conocimientos y recursos, necesitamos garantías concretas. No podemos”, su voz se endureció ligeramente, “confiar en que aquellos que nos han marginado durante tanto tiempo de repente nos consideren dignos de protección solo porque resulta conveniente.”
Sus palabras provocaron una oleada de murmullos entre los miembros de la Camarilla. Algunos rostros mostraban indignación apenas contenida, otros una incomodidad evidente ante la cruda verdad de sus palabras. Los anarquistas, por su parte, observaban la escena con una mezcla de orgullo y satisfacción apenas disimulada.
“En los últimos meses”, continuó Dante, su voz ganando fuerza, “hemos demostrado nuestro valor. Nuestras habilidades únicas, que tantos han despreciado, podrían ser cruciales en esta lucha. Pero no seremos peones sacrificables. Si la Camarilla quiere nuestra cooperación, necesitamos un compromiso formal de protección, acceso a recursos y, sobre todo, reconocimiento como iguales en esta alianza.”
El silencio que siguió fue pesado, cargado de implicaciones. Los ojos de todos los presentes se movían entre Dante y el Príncipe, esperando ver cómo respondería la Camarilla a esta audaz demanda. La tensión era palpable; esta no era solo una negociación sobre la crisis actual, sino potencialmente un momento decisivo en la política vampírica de Barcelona.
La forma en que la Camarilla respondiera a esta demanda podría definir no solo el éxito de la alianza contra el Sabbat, sino también el futuro equilibrio de poder en la ciudad. Los Sangre Débil, tradicionalmente marginados y menospreciados, estaban aprovechando este momento de crisis para exigir un lugar en la mesa, y nadie en la sala podía ignorar la justicia de sus demandas.
El Príncipe Fausto se levantó con deliberada lentitud, su sonrisa estudiada revelando apenas un destello de colmillo. El silencio en la sala se hizo más denso mientras todos esperaban su respuesta a la audaz demanda de Dante.
“Por supuesto”, su voz fluía como miel envenenada, cada palabra cuidadosamente elegida. “Los Sangre Débil son parte de nuestra sociedad, y merecen la protección que eso conlleva.” Su sonrisa se ensanchó levemente mientras sus ojos se clavaban en Dante. “Sin embargo, permítanme recordarles algo que todos compartimos, independientemente de nuestra sangre o afiliación.”
Se inclinó ligeramente hacia adelante, su presencia llenando la sala. “La Mascarada está por encima de todos nosotros. No es una ley de la Camarilla, es la ley de la supervivencia. Ningún vástago, sea cual sea su linaje o poder, está por encima de este mandato sagrado.”
Sus palabras, aunque pronunciadas con suavidad, llevaban el peso implícito de una amenaza. La protección ofrecida venía con condiciones, y todos en la sala entendían perfectamente el mensaje subyacente: la seguridad se extendería sólo a aquellos que jugarán según las reglas fundamentales de su especie.
Decisiones
El ambiente en la sala había cambiado. La hostilidad inicial daba paso a algo más productivo: un sentido de propósito compartido, aunque fuera temporal. La Sheriff Amira Al-Nasir y la Censora del Movimiento se pusieron en pie simultáneamente, un gesto que no pasó desapercibido para los presentes. Su coordinación, aunque no ensayada, simbolizaba la alianza que estaba tomando forma.
“Las patrullas se reforzarán esta misma noche”, anunció Amira, su voz llevando el peso de la autoridad oficial. “Cada distrito, independientemente de su afiliación, verá un incremento en las medidas de seguridad.” La Censora asintió en silencio, validando el plan con su aprobación.
Fue Raúl Delgado quien mencionó lo que muchos temían expresar. “La presencia del Sabbat”, comenzó con gravedad, “podría atraer atención no deseada. La Segunda Inquisición…” Dejó que el nombre flotara en el aire, provocando un escalofrío colectivo. Los recuerdos de su última visita a la ciudad eran demasiado recientes.
El Príncipe Fausto se irguió entonces, su mirada recorriendo la sala hasta detenerse en el grupo que había presenciado el encuentro con el Sabbat. Con un gesto elegante, los señaló. “Tenemos ante nosotros una oportunidad única. Un grupo que no está atado a ninguna facción específica, que ha demostrado tanto coraje como discreción.” Su sonrisa se tornó casi depredadora. “Propongo que sean ellos quienes lideren esta investigación. A partir de esta noche, serán reconocidos oficialmente como una Coterie en Barcelona.”
Los murmullos llenaron la sala. El reconocimiento oficial de una Coterie no era algo que se concediera a la ligera, menos aún a un grupo tan joven. Sin embargo, nadie se atrevió a objetar. Su posición neutral los convertía en los candidatos ideales para una misión que requería cooperación entre facciones.
Elena Torres fue la primera en hablar. “El Movimiento ofrece su apoyo total.” Su declaración fue seguida rápidamente por compromisos similares de otras facciones. Isabella D’Angelo, con un gesto calculado, añadió: “Mis recursos están a vuestra disposición.” Uno a uno, los líderes presentes expresaron su respaldo, tejiendo una red de alianzas y favores alrededor del grupo.
La atmósfera en la sala se había transformado. Lo que había comenzado como una reunión tensa entre rivales ancestrales se convertía en el nacimiento de algo nuevo: una alianza precaria pero necesaria, centrada en una amenaza común y en un grupo de jóvenes vástagos que, sin pretenderlo, se encontraban ahora en el centro del tablero político de Barcelona.
El peso de la responsabilidad era palpable en el aire. No solo debían enfrentarse al Sabbat; tenían que navegar las complejidades políticas de una ciudad dividida, mantener el equilibrio entre facciones rivales y, sobre todo, evitar que Barcelona volviera a convertirse en el objetivo de la Segunda Inquisición. La noche era joven, pero las decisiones tomadas en aquella sala resonarían durante mucho tiempo en las calles de la ciudad.
Mientras los asistentes comenzaban a dispersarse, Miguel Ángel se acercó a Elaia Kerejazu. Su instinto le decía que, de todos los presentes, ella era quien mejor podría entender al enemigo al que se enfrentaban. La ex-Sabbat pareció leer su intención antes incluso de que hablara.
“Quieres saber cómo piensan, ¿verdad?”, preguntó Elaia, su voz mezclando amargura y conocimiento. Sus ojos, que habían visto demasiado, se clavaron en Miguel Ángel. “El Sabbat no es sutil. No respetan la Mascarada, no tienen límites morales, y ven a los mortales como mero ganado o herramientas.”
Con una calma inquietante, comenzó a describir algunas de sus tácticas más conocidas. “Imagina una furgoneta llena de recién transformados hambrientos, estrellándose contra un club nocturno.” Su voz era casi clínica mientras describía el caos que seguiría. “El pánico, la sangre, la masacre… para ellos es un juego, una forma de sembrar el terror y el caos.”
Hizo una pausa, observando cómo sus palabras calaban en Miguel Ángel. “Si realmente quieres entender contra qué nos enfrentamos, ven a verme cuando todo esto se calme un poco. Hay cosas que es mejor discutir en un ambiente más… privado.”
La invitación quedó flotando en el aire mientras Elaia se alejaba, dejando a Miguel Ángel con la incómoda sensación de que apenas había vislumbrado la superficie de la brutalidad que el Sabbat podía desatar sobre Barcelona.
El hambre
Los vástagos se separaron, cada uno siguiendo el llamado de su propia Bestia. La noche de Barcelona les ofrecía un festín de posibilidades, cada uno adaptado a sus particulares necesidades y naturaleza.
Paris y Ezequiel, como sombras gemelas, se deslizaron por los edificios residenciales del Sants. Sus pasos, silenciosos como la muerte misma, los llevaron hasta las ventanas de apartamentos donde mortales dormían ajenos a su presencia. Encontraron a sus presas en el dulce abrazo del sueño profundo, sus mentes perdidas en la fase REM mientras los colmillos perforaban delicadamente la piel.
Miguel Ángel vagó por las calles más oscuras de la ciudad, su presencia deliberadamente vulnerable atrayendo la atención de los depredadores nocturnos. Cuando un matón emergió de las sombras blandiendo una navaja, la sonrisa del vástago brilló en la oscuridad. El cazador se convirtió en presa, y la sangre caliente del criminal fluyó dulcemente, satisfaciendo tanto el hambre como el sentido de justicia poética.
Roc y su fiel Tau se alejaron del bullicio urbano, adentrándose en las laderas boscosas de Collserola. Entre los pinos y encinas, siguieron el rastro de un jabalí solitario. La caza fue rápida y eficiente, la sangre salvaje del animal ofreciendo un festín primitivo que resonaba con la naturaleza más bestial del Gangrel.
Elena, por su parte, eligió un método más sofisticado. En un club nocturno de moda, se movía entre la multitud como una depredadora elegante, sus sentidos afinados evaluando a cada potencial víctima. La música electrónica pulsaba como un corazón artificial mientras ella seleccionaba cuidadosamente su presa, la seducción y la alimentación mezclándose en una danza tan antigua como su especie.
Cada uno sació su sed a su manera, la Bestia momentáneamente aplacada mientras Barcelona continuaba su vida nocturna, ignorante de los dramas sobrenaturales que se desarrollaban en sus calles. El Elíseo había terminado, pero sus consecuencias apenas comenzaban a desplegarse en la noche eterna de la ciudad.