Sesión 4: "L" aparece

Noche 05 - 13/11/2024

Preparativos nocturnos

Las primeras sombras de la noche apenas comenzaban a extenderse sobre Barcelona cuando Elena recibió la llamada de su investigador privado. Su voz, ligeramente distorsionada por el teléfono, transmitía el cansancio de una larga vigilancia: las coordenadas extraídas de la nota los habían llevado a un local llamado “El Huerto”, un establecimiento que permanecía cerrado y en aparente abandono. Durante tres horas, no había observado más movimiento que el ocasional gato callejero o los últimos borrachos regresando a casa al amanecer.

Elena, sentada en su despacho en Las Llaves de la Diagonal, contempló el mapa de la ciudad desplegado sobre su escritorio. Las líneas que dividían los territorios de las diferentes facciones vampíricas se entrelazaban como una telaraña de poder y política. Con la precisión de una estratega experimentada, comenzó a distribuir tareas entre los miembros de su coterie.

“Paris,” su voz resonó en el teléfono mientras contactaba con la Nosferatu, “necesito que instales equipos de vigilancia frente al Huerto. Discretamente.” Hizo una pausa significativa antes de añadir: “Y asegúrate de que nadie más esté vigilando el lugar. No queremos sorpresas desagradables.”

Paris se movió por las calles del barrio como una sombra más entre las sombras. Sus dedos, expertos en tecnología, trabajaron con precisión milimétrica instalando cámaras en puntos estratégicos. Cada dispositivo quedó perfectamente camuflado: uno en el interior de una farola oxidada, otro tras una vieja señal de tráfico, un tercero oculto entre las grietas de un edificio abandonado. Desde estos puntos ciegos, los ojos electrónicos vigilarían cada movimiento en torno al misterioso local.

Mientras tanto, Roc se enfrentaba a sus propios desafíos. El hambre, esa compañera constante de los no-muertos, lo atormentaba con particular intensidad esa noche. Sus territorios habituales de caza en Collserola se habían mostrado inusualmente vacíos, como si alguna presencia antigua hubiera ahuyentado a toda criatura viviente. La necesidad lo empujó hacia el zoo de Barcelona, donde sabía que encontraría presas fáciles.

El recinto, cerrado al público, parecía dormir bajo la luz mortecina de la luna. El aroma de los animales, mezclado con el familiar olor a heno y desinfectante, llenaba el aire nocturno. Roc se movía con la gracia natural de un depredador, sus sentidos agudizados por el hambre y la cautela. Sin embargo, no era el único cazador en las sombras del zoo aquella noche.

El vigilante de seguridad, un hombre robusto de mediana edad llamado Manuel Rodríguez, hacía su ronda rutinaria cuando su linterna captó un movimiento inusual cerca del recinto de los antílopes. Veinte años de servicio le habían enseñado a distinguir entre las sombras normales y aquellas que ocultaban intrusos. Su mano se movió instintivamente hacia la pistola reglamentaria mientras avanzaba con cautela.

El encuentro fue tan rápido como violento. Roc, absorto en su cacería, no detectó la presencia del guardia hasta que fue demasiado tarde. El destello de la linterna lo cegó momentáneamente, seguido por el metálico chasquido del arma al ser amartillada. Manuel, enfrentándose a algo que su mente racional se negaba a procesar, apretó el gatillo por puro instinto.

Mientras tanto, Roc se enfrentaba a sus propios desafíos. El hambre, esa compañera constante de los no-muertos, lo atormentaba con particular intensidad esa noche. Sus territorios habituales de caza en Collserola se habían mostrado inusualmente vacíos, como si alguna presencia antigua hubiera ahuyentado a toda criatura viviente. La necesidad lo empujó hacia el zoo de Barcelona, donde sabía que encontraría presas fáciles.

El recinto, cerrado al público, parecía dormir bajo la luz mortecina de la luna. El aroma de los animales, mezclado con el familiar olor a heno y desinfectante, llenaba el aire nocturno. Roc se movía con la gracia natural de un depredador, sus sentidos agudizados por el hambre y la cautela. Sin embargo, no era el único cazador en las sombras del zoo aquella noche.

El vigilante de seguridad, un hombre robusto de mediana edad llamado Manuel Rodríguez, hacía su ronda rutinaria cuando su linterna captó un movimiento inusual cerca del recinto de los antílopes. Veinte años de servicio le habían enseñado a distinguir entre las sombras normales y aquellas que ocultaban intrusos. Su mano se movió instintivamente hacia la pistola reglamentaria mientras avanzaba con cautela.

El encuentro fue tan rápido como violento. Roc, absorto en su cacería, no detectó la presencia del guardia hasta que fue demasiado tarde. El destello de la linterna lo cegó momentáneamente, seguido por el metálico chasquido del arma al ser amartillada. Manuel, enfrentándose a algo que su mente racional se negaba a procesar, apretó el gatillo por puro instinto.

El Ángel de Bruma

El Ángel de Bruma tenía un aspecto completamente diferente durante las horas muertas previas a su apertura. El local, normalmente vibrante con música y vida, descansaba en un silencio casi sagrado, roto únicamente por el ocasional zumbido de las neveras del bar y el eco de pasos solitarios. Elena y Miguel Ángel atravesaron el espacio vacío, sus pisadas resonando en la pista de baile desierta, mientras las luces de emergencia proyectaban sombras distorsionadas de las sillas apiladas sobre las mesas.

En la barra, una figura solitaria levantó la vista de su bebida al escuchar sus pasos. Samantha Diamante, que aparentemente mataba el tiempo antes de su turno, los observó con sorpresa evidente. Incluso sin el glamour completo de sus actuaciones nocturnas, su presencia era magnética. Dejó su copa a medio terminar y se incorporó con la gracia natural de una artista, aunque la cautela en sus ojos revelaba que no esperaba visitas a esta hora.

Retrato de Samantha Diamante
Samantha Diamante

“Buenas noches Elena, creo que no tengo el placer de conocer a tu compañero” los saludó, estudiándolos con una mezcla de curiosidad y recelo mientras su mano derecha jugueteaba nerviosamente con un collar de perlas falsas. “No esperaba ver a nadie tan temprano.”

Tras un breve intercambio de cortesías y explicaciones, Samantha accedió a guiarlos hacia la zona de los camerinos. “Las taquillas están por aquí,” indicó, su voz perdiendo parte de su habitual seguridad escénica. “La de Gabriel… bueno, nadie la ha tocado desde…” Las palabras se desvanecieron en el aire cargado del pasillo.

Elena extrajo la llave encontrada entre las pertenencias de Gabriel. El metal brilló tenuemente bajo las luces fluorescentes mientras la introducía en la cerradura. El chasquido del mecanismo resonó con una finalidad casi ceremonial.

El interior de la taquilla era un archivo meticulosamente organizado de una vida truncada. Un manojo de llaves descansaba sobre el estante superior, tres llaves que parecían ser las llaves típicas para acceder a un piso.

Las paredes interiores estaban tapizadas de fotografías: imágenes de su vida en Étretat, donde un joven Gabriel sonreía junto a su abuelo frente a los famosos acantilados; instantáneas más recientes con amigos en Barcelona; momentos capturados de actuaciones en el club. Cada imagen contaba una parte de su historia, desde sus raíces hasta su nueva vida.

Un reloj de mano antiguo ocupaba un lugar de honor sobre una pequeña repisa. Al examinarlo, descubrieron una inscripción en su reverso: “Brilla en la oscuridad”. Al observar, quedaba claro que aquel reloj era una antigüedad, por los símbolos que tenía parecía un reloj de algún soldado de la segunda guerra mundial.

Un sobre manila contenía una colección ecléctica de documentos: notas de admiradores, una carta particularmente íntima de Manny Bautista detallando uno de sus encuentros, y varias tarjetas de visita. Entre ellas destacaban la de un abogado especializado en derechos humanos, otra de una asociación LGTBI+, y la más intrigante: una tarjeta de visita de Miquel Moliner, impresa en papel de alta calidad con su nombre en relieve dorado.

Un mapa de Barcelona ocupaba parte de la pared lateral, marcado con puntos de diferentes colores que señalaban lugares de interés tanto personal como profesional. Algunas ubicaciones estaban conectadas con líneas de colores, creando una red de lugares significativos en la vida de Gabriel.

La ropa ocupaba la mayor parte del espacio: trajes elaborados para sus actuaciones como Belle de Nuit, una muda de ropa casual cuidadosamente doblada, y varios accesorios de actuación. Una colección de pulseras de festivales colgaba de un gancho lateral, testigos silenciosos de noches de música y celebración que ya no volverían.

Mientras Miguel Ángel, con la meticulosidad característica de los Banu Haqim, catalogaba cada objeto encontrado, Elena dirigió su atención hacia Samantha. Sus ojos se encontraron, y la voz de Elena adquirió un tono hipnótico, sus palabras cargadas con el poder de la sangre Ventrue.

“Samantha, querida,” su voz fluía como miel envenenada, “¿podrías mostrarme dónde guardaba sus cosas Alejandro Torres?”

La drag queen parpadeó, momentáneamente confundida, antes de señalar hacia una taquilla en el extremo opuesto del pasillo. Elena mantuvo a Samantha distraída con preguntas aparentemente casuales sobre las rutinas del club mientras Miguel Ángel se deslizaba silenciosamente hacia la taquilla indicada.

Con la precisión de un cirujano, el Banu Haqim se hizo un corte en la palma de su mano. La sangre que brotó no era rojo brillante, sino un líquido oscuro y espeso que desprendía un leve vapor al contacto con el aire. Permitió que unas gotas cayeran sobre la cerradura, y el metal siseó y se derritió bajo el poder corrosivo de la vitae.

La taquilla estaba prácticamente vacía. Solo quedaba el espejo típico en la puerta interior, y el polvo acumulado dibujaba siluetas fantasmales donde antes había habido objetos. Era evidente que alguien había vaciado el contenido de forma apresurada pero metódica.

“Necesitamos hablar con el gerente,” murmuró Elena, su mente conectando puntos invisibles en el mapa del misterio. El despacho del gerente mantenía cierta dignidad a pesar del desgaste general del local: un escritorio de madera maciza dominaba el espacio reducido, flanqueado por archivadores metálicos y carteles enmarcados de actuaciones memorables. Francisco Martínez, el gerente, los recibió con la cautela propia de quien lleva décadas navegando las turbias aguas del mundo nocturno barcelonés.

Bajo la influencia sutil pero irresistible de los poderes de Elena, el gerente comenzó a revelar detalles que de otro modo habría guardado celosamente. La última actuación de Gabriel había sido la noche del 30 de octubre, una presentación que el gerente recordaba con particular claridad: “Belle de Nuit estaba especialmente brillante esa noche,” comentó con una mezcla de nostalgia y pesar.

Cuando la conversación giró hacia Alejandro Torres, el rostro de Martínez se ensombreció ligeramente. “Bianca del Mar… su última actuación fue hace casi dos semanas, el 23 de octubre.” Rebuscó entre sus papeles y extrajo un calendario de actuaciones. “Tenía programados más shows, pero dejó una nota vaga sobre problemas familiares. No era raro que los artistas cancelaran ocasionalmente” dijo con pesadumbre.

“El teléfono de Alejandro,” insistió Elena, su voz cargada con un poder que no admitía negativas. El gerente garabateó el número en un post-it amarillento, sus dedos temblando ligeramente. Algo en su expresión sugería que dudaba de la utilidad de ese dato, como si supiera que el número ya no conduciría a ninguna parte.

Mientras abandonaban el club, el espacio vacío parecía vibrar con ecos de música fantasma y aplausos que ya nadie escucharía. Las actuaciones de Belle de Nuit y Bianca del Mar habían terminado, pero sus historias continuaban desarrollándose en las sombras de la noche barcelonesa, tejiendo una red cada vez más compleja de secretos y mentiras.

Miguel Ángel se detuvo en la puerta, su mirada recorriendo el local una última vez. “Una semana entre las desapariciones,” murmuró, más para sí mismo que para Elena. “Alguien está limpiando muy cuidadosamente sus huellas.”

Elena asintió en silencio, su mente ya anticipando su próximo movimiento. La noche aún era joven, y la Bodega Salvat los esperaba con más secretos por revelar.

Revelaciones en la Bodega Salvat

Las farolas del barrio de Sants proyectaban halos mortecinos en la niebla nocturna cuando el grupo se reunió frente a la Bodega Salvat a las 21:55. El establecimiento, un local tradicional engastado entre edificios modernos y otros antiguos de las intrincadas calles de Mercat Nou, parecía resistirse al paso del tiempo con la misma tenacidad que sus clientes habituales. El aroma a vino añejo y tapas caseras se mezclaba con el aire húmedo de la noche barcelonesa.

Dentro, el ambiente era un estudio en claroscuros: bombillas de baja intensidad iluminaban las mesas de madera gastada, mientras las vitrinas exhibían manjares bajo la luz fluorescente. Las paredes, revestidas con azulejos tradicionales y carteles antiguos de vinos, contaban silenciosamente la historia del local. En una esquina, una televisión emitía un partido de fútbol con el volumen al mínimo, proporcionando un telón de fondo visual al murmullo de las conversaciones.

Los vástagos escanearon el local buscando a Miquel Moliner, el poderoso empresario de la noche barcelonesa, pero sus miradas se detuvieron en una mesa algo apartada. Allí, un joven de aspecto bohemio los observaba con ojos que parecían contener secretos ancestrales. Un camarero, moviéndose con la precisión de quien conoce la coreografía del lugar de memoria, colocaba copas adicionales en la mesa.

Retrato de Lucien Dubois
Lucien Dubois

“Por favor,” invitó el desconocido con un gesto elegante, “sentaos. Os estaba esperando.”

“Lucien Dubois,” se presentó con una sonrisa enigmática cuando todos estuvieron acomodados, “aunque vosotros me conocéis simplemente como L.”

La revelación provocó una ola de tensión en torno a la mesa. Elena rompió el silencio.

“¿Dónde está Miquel Moliner? Era con él con quien teníamos una cita.”

Los ojos de Lucien brillaron con diversión mientras sus dedos trazaban patrones invisibles en el aire. “Las arañas tejen sus redes en la oscuridad…” murmuró, observando las sombras que danzaban en las paredes.

Miguel Ángel se inclinó hacia adelante, intentando arrancar información más concreta. “¿Qué sabes exactamente de Moliner?”

“Las telarañas son más complejas de lo que parecen…” respondió Lucien, su sonrisa ampliándose. “Un Ventrue con el título de Senescal posee muchos hilos para tejer el poder.”

París, que había estado observando en silencio, intervino con voz cautelosa. “¿Y qué papel jugaba Gabriel en todo esto? ¿Qué la hacía tan importante?”

La expresión de Lucien cambió sutilmente, una sombra cruzando su rostro como nubes ocultando la luna.

“Tres rostros tenía nuestro ángel caído…” dijo con voz suave pero intensa. “Tres máscaras para bailar en diferentes escenarios. Gabriel, el artista soñador… Belle de Nuit, la estrella que brillaba en la oscuridad… y un tercer rostro, oculto entre las sombras, susurrando secretos a quien pudiera pagarlos.”

“¿Qué tipo de secretos?” presionó Roc, su voz cargada de intensidad.

La risa de Lucien resonó como cristales rotos. “¿Sabéis lo peligroso que es guardar los secretos de los muertos que caminan? Especialmente cuando no sabes que están muertos…” Hizo una pausa teatral. “La persona más poderosa de Barcelona no es quien ostenta un título, sino quien conoce los secretos que todos quieren ocultar. Y Gabriel… ah, Gabriel conocía demasiados.”

Ezequiel, intrigado por las palabras de Lucien, intentó profundizar. “¿Cuál era su verdadera naturaleza entonces? ¿Qué la hacía tan peligrosa?”

“La noche tiene muchas máscaras…” respondió Lucien, sus dedos jugando con la copa intacta. “Ana, Héctor… lobos disfrazados de corderos en el rebaño de Gabriel. Ella bailaba entre serpientes pensando que eran cuerdas de seda. Era cuestión de tiempo que descubriera nuestra naturaleza, ¿sabéis? Los secretos tienen una forma curiosa de revelarse.”

“Ana Martínez y Héctor Vega,” murmuró Paris, conectando los puntos. “¿También son como nosotros? ¿Vástagos?”

“¡Ah, la ironía!” exclamó Lucien extendiendo los brazos. “El maestro de llaves que no podía ver las cerraduras más importantes…” Su voz descendió a un susurro teatral. “Dos vástagos de la Camarilla, tan cerca de ella, y Gabriel nunca lo supo. Hasta que fue demasiado tarde, quizás.”

“¿Cómo llegaste a conocer a Gabriel?” preguntó Elena, estudiando cuidadosamente las reacciones de Lucien.

“Lyon…” murmuró, su voz perdiéndose en recuerdos distantes. “Las estrellas cantaron esa noche en la estación. Me mostraron el camino, ¿sabéis? A veces el destino usa coincidencias como señales… y otras veces las señales son tan obvias que nos cegamos al mirarlas. Ella fue la estrella que me guió hasta Barcelona.”

Miguel Ángel intentó presionar por más detalles, pero Lucien ya se estaba incorporando.

“Las arañas no perdonan a quienes enredan sus telas. Y Moliner… oh, Moliner tiene la memoria más larga que sus hilos de poder. Cuidado con las sombras que proyecta… algunas tienen colmillos.”

“¿Cómo podemos encontrarte si necesitamos más respuestas?” preguntó Elena rápidamente.

“Buscad a Javier González,” respondió Lucien mientras se desvanecía entre la clientela. “Formo parte de la coterie de Elena Torres. Algunos lobos aún corren en manada.”

Los vástagos permanecieron en la mesa, rodeados de copas sin tocar, procesando el torrente de revelaciones crípticas. Cada respuesta parecía generar más preguntas, y las sombras de Barcelona parecían más profundas que nunca, ocultando secretos que apenas comenzaban a vislumbrar.

Victor Devereux: Amenazas del pasado

La noche había entrado en su fase más oscura cuando el grupo contactó con la Sheriff. Amira Al-Nasir los guió personalmente a través de las calles del Raval, donde el aire húmedo arrastraba el eco distante de sirenas y música nocturna. Su destino era un almacén aparentemente abandonado, uno de esos edificios que la ciudad parecía haber olvidado.

Al entrar, se encontraron con lo que cabría esperar: un espacio amplio repleto de cajas y palés, una fachada perfecta para ocultar actividades menos convencionales. Sin mediar palabra, Amira los condujo hacia un rincón donde unas escaleras medio ocultas descendían hacia el subsuelo. El contraste no podría haber sido mayor: el sótano estaba acondicionado con una elegancia discreta que sugería la mano de la Camarilla, un espacio que poco tenía que ver con una celda de castigo.

Retrato de Victor Devereux
Victor Devereux

Victor Devereux, el primer sospechoso de su lista, estaba sentado en un sillón de cuero, aparentemente absorto en la lectura de un periódico. Su postura relajada y su traje impecable contrastaban con la naturaleza de su situación. Un vástago de unos 90 años que mantenía el porte distinguido de quien está acostumbrado a moverse en círculos de poder.

“Ah, nuestros jóvenes investigadores,” saludó sin levantar la vista del periódico, su voz llevando el acento refinado de años de educación privilegiada. El papel crujió suavemente entre sus dedos mientras pasaba la página con estudiada lentitud. Cuando finalmente alzó la mirada, sus ojos no transmitían la gravedad de la situación, sino más bien un aburrimiento apenas disimulado.

El interrogatorio comenzó sin preámbulos, abordando directamente el tema del Sabbat. La mención de esta facción atravesó el velo de indiferencia de Devereux, provocando la primera grieta en su fachada de serenidad.

“¿El Sabbat?” Su risa fue seca, casi despectiva. “Permitidme ser franco: hacer caer a alguien de mi posición no solo sería estúpido, sería suicida.” Sus dedos, adornados con anillos antiguos, tamborilearon sobre el brazo del sillón. “Los Ventrue somos los cimientos económicos de la Camarilla. Mi caída provocaría un efecto dominó que ninguna facción podría permitirse. La Camarilla es la única con el poder de hacer frente a esas… bestias.”

La firmeza con que negó cualquier vínculo con el Sabbat parecía auténtica, pero los investigadores presionaron, buscando entender por qué él, específicamente, habría sido objetivo de semejante conspiración en lugar de cualquier otro Ventrue prominente.

Tras varias preguntas que esquivó con la habilidad de quien lleva décadas navegando en las aguas turbulentas de la política vampírica, algo cambió en la expresión de Devereux. Un destello de vulnerabilidad cruzó sus ojos, rápido pero perceptible.

“Lo que voy a compartir,” comenzó, inclinándose hacia adelante y bajando la voz a pesar de estar en un espacio privado, “no debe salir de esta habitación. Mi honor está en juego.”

La luz mortecina del sótano proyectaba sombras angulares sobre su rostro mientras continuaba: “Hace tiempo que recibo amenazas de Maurice Dufont, otro Ventrue.” Sus ojos se perdieron momentáneamente en recuerdos antiguos. “En mi juventud como vástago, cometí un error que puso su vida en peligro. Creí que el asunto estaba olvidado, pero desde la llegada de la Segunda Inquisición, las amenazas han resurgido.”

“¿Por qué ahora, después de tanto tiempo?” La pregunta quedó flotando en el aire mientras Devereux se encogía de hombros con estudiada indiferencia.

“No lo sé. Las amenazas son… molestas, pero poco más. He preferido no investigar, esperando que el asunto se desvanezca por sí solo.” Sus palabras sonaban huecas, como si él mismo no creyera en la estrategia de inacción que describía.

Cuando la conversación giró hacia posibles beneficiarios de su caída, el nombre de Miquel Moliner surgió nuevamente. La expresión de Devereux se endureció, su máscara de cortesía aristocrática cediendo por un instante a algo más visceral.

“Si alguien se beneficiaría de mi desaparición, sería él,” admitió con un tono más cortante. “Mis empresas, mis contactos, mi influencia… todo caería en sus manos. Los otros Ventrue también ganarían, pero Moliner…” dejó que el silencio completara la idea, más elocuente que cualquier acusación directa.

Ante las preguntas sobre Ragnar Bjornsson y Cristian Toro, Devereux mostró un desinterés que parecía genuino, como si esos nombres apenas merecieran su atención.

“Los conozco de vista, de alguna reunión ocasional,” respondió con un gesto displicente. “Pero no tengo conexión directa con ellos. Nos movemos en círculos muy diferentes.”

Mientras el interrogatorio concluía, algo en la actitud de Devereux sugería que había revelado solo la superficie de una historia mucho más profunda. Sus palabras sobre Maurice Dufont y las amenazas parecían sinceras, pero como todo en el mundo de los vástagos, la verdad rara vez era simple o completa.

El grupo abandonó el almacén con más interrogantes que certezas, conscientes de que cada respuesta obtenida parecía generar dos preguntas nuevas. Las calles del Raval los recibieron nuevamente, indiferentes a los secretos vampíricos que acababan de escuchar, mientras la noche barcelonesa continuaba su curso imperturbable, ocultando en sus sombras verdades que aún esperaban ser descubiertas.

Ragnar Bjornsson: El lobo solitario

La noche avanzaba mientras el grupo, siguiendo las indicaciones de la Censora, se dirigía hacia La Selva. Ubicado en el Carrer de Santa Rosalia, el bar era un punto de encuentro conocido para la coterie Hexe y, por extensión, un territorio anarquista.

Al cruzar el umbral, los sentidos se veían asaltados por una transformación completa: las paredes estaban cubiertas de plantas naturales y murales de vegetación, mientras luces doradas se filtraban como rayos de sol entre el follaje artificial. Máscaras tribales y esculturas chamánicas decoraban los rincones. El ambiente, cargado con los aromas de cócteles tropicales, vibraba con una mezcla hipnótica de ritmos tribales y electrónicos.

Roc se acercó a uno de los camareros. Tras un breve intercambio, este señaló hacia el fondo del local, donde una segunda barra emergía entre una cortina de plantas colgantes.

Allí encontraron a Ragnar Bjornsson, reclinado contra la barra con una naturalidad despreocupada. A su lado, una mujer de rasgos nórdicos y mirada atenta los observó aproximarse. Era Freya, la vástago que parecía estar vigilándolo, al menos en aquel momento.

Retrato de Freya Larsen
Freya Larsen
Retrato de Ragnar Bjornsson
Ragnar Bjornsson

“Buenas noches,” saludó Ragnar al reconocer a Roc entre el grupo. Su tono era amistoso, sin la hostilidad que podría esperarse entre facciones diferentes. “Veo que la Censora os ha dirigido hacia mí.”

Tras los saludos iniciales, Roc sugirió moverse a un lugar más privado para conversar. Ragnar asintió, intercambiando una mirada con Freya, y los condujo a través del local hacia una puerta trasera que daba a un pequeño almacén. El espacio, aunque utilitario, estaba ordenado y limpio, con cajas de licores y algunos muebles básicos.

“Aquí podremos hablar sin interrupciones,” dijo Ragnar, señalando unas sillas desgastadas pero funcionales. “¿En qué puedo ayudaros?”

Las preguntas fluyeron en un patrón familiar: sus posibles vínculos con el Sabbat, si creía que alguien se beneficiaría de su implicación, si había sucedido algo inusual en los últimos meses y su relación con los otros vástagos mencionados en la carta.

Ragnar escuchó con calma, su expresión abierta y atenta. A diferencia de la postura defensiva de Devereux, su actitud era directa y sin pretensiones.

“Hace unos dos meses,” comenzó, “un vástago se acercó a mí ofreciéndome lo que llamó ‘una oportunidad de libertad’ junto al Sabbat.” Su rostro mostró una sonrisa irónica. “Le respondí que la libertad no existe realmente, que todos los lugares son una prisión de una manera u otra, solo cambian las formas.”

La descripción que proporcionó del vástago reclutador coincidía con uno de los atacantes del Sabbat que habían enfrentado, el que aparentaba ser un Brujah. Los investigadores intercambiaron miradas de reconocimiento mientras Ragnar continuaba.

“En general, no tengo grandes necesidades ni me involucro demasiado en temas políticos,” explicó con sinceridad. “Prefiero buscar mi vida de la manera más natural posible, visitar el bosque y disfrutar de mi ‘manada’.” Su mirada se dirigió brevemente hacia Freya, que permanecía cerca de la puerta. “Aparte de ese incidente, todo ha estado tranquilo con mi coterie.”

Cuando le preguntaron si sabía de algún otro anarquista o miembro de su coterie que hubiera recibido invitaciones similares, su expresión se volvió más seria, aunque sin hostilidad.

“No voy a hablar por nadie más,” declaró con firmeza pero sin animosidad. “Si queréis hacer esas preguntas, deberíais dirigirlas a quien corresponda.”

Freya, que había permanecido en silencio hasta entonces, intervino: “Si sirve de algo, yo no he recibido ninguna invitación de ese tipo.”

Finalmente, Ragnar negó haber tenido relación directa con cualquiera de los otros vástagos mencionados en la carta. Su respuesta parecía honesta, sin las evasivas y subterfugios que habían caracterizado su encuentro con Devereux.

Mientras regresaban al espacio principal del bar, los investigadores sopesaban la información obtenida. Dos entrevistas, dos aproximaciones muy diferentes, y un misterio que seguía resistiéndose a ser desentrañado. Barcelona guardaba sus secretos bajo múltiples capas, y cada respuesta parecía generar nuevas preguntas.

Cristian Toro: El precio del conocimiento

La noche se dividió en dos grupos: mientras Paris y Elena se alejaban para saciar su hambre, los demás vástagos se dirigieron hacia la Biblioteca Nacional, donde esperaban encontrar al último de los sospechosos mencionados en la misteriosa carta.

Al aproximarse al imponente edificio, fueron interceptados por una figura desconocida que se presentó como Thaddeus Hardgrove. Alto y de porte distinguido, este Tremere irradiaba una autoridad serena que contrastaba con la tensión del momento. Su rostro anguloso y severo parecía esculpido en mármol pálido, y sus ojos, de un verde profundo, evaluaban a cada miembro del grupo con interés contenido.

Retrato de Thaddeus Hargrove
Thaddeus Hargrove

“Así que vosotros sois los investigadores,” comentó Thaddeus mientras los guiaba por un sendero alejado de miradas curiosas. Su voz era melodiosa pero firme, con un ligero acento que resultaba difícil de ubicar. “Nathaniel me ha hablado de vuestra… misión.”

El grupo se adentró en un laberinto de calles cada vez más estrechas que los alejaban del bullicio habitual de Barcelona. La ciudad parecía transformarse a su alrededor, volviéndose más antigua, más secreta.

“¿Qué opinas sobre toda esta situación?” preguntó Miguel Ángel, rompiendo el silencio que se había instalado entre ellos. “¿Tienes alguna teoría?”

Thaddeus caminó varios pasos en silencio, como sopesando cuidadosamente su respuesta. Cuando habló, su voz había adquirido un tono más grave.

“Llevo suficientes años observando las sombras como para reconocer patrones,” comenzó. “Todo es demasiado turbio aún. Nada está cerrado y nada puede darse por concluido.” Hizo una pausa mientras doblaban por un callejón particularmente oscuro. “Lo que tenemos son pistas o medias verdades por desentrañar.”

Sus dedos trazaron un símbolo en el aire, casi inconscientemente. “Entre las mentiras habrá verdades, siempre dejando la duda. Nada puede quedar sin investigar, y eso…” —su mirada se posó en cada uno de ellos— “…puede llevarnos directamente a trampas.”

“¿Crees que esto es obra del Sabbat?” insistió Ezequiel.

“El Sabbat es solo una facción de un conflicto milenario,” respondió Thaddeus con una sonrisa enigmática. “La pregunta no es quién mueve los hilos, sino por qué los mueve ahora. La llegada de la Segunda Inquisición ha alterado el equilibrio. Algunos ven amenazas, otros oportunidades.”

Roc señaló que los tres sospechosos parecían ser peones prescindibles en sus respectivas facciones.

“Precisamente,” asintió Thaddeus. “Los peones son sacrificables, pero su movimiento puede revelar la estrategia del jugador. Observad no solo lo que os dicen, sino lo que callan.”

Finalmente llegaron a un almacén aparentemente abandonado en el distrito que los Tremere habían reclamado como suyo. El edificio, anodino desde el exterior, ocultaba una estructura interior meticulosamente organizada. Thaddeus los guió hacia una escalera que descendía a un sótano donde el aire era notablemente más frío y estático.

El sótano estaba dividido en cuatro celdas, cada una con una puerta maciza de metal. “Tenéis veinte minutos,” anunció Thaddeus, abriendo una de las puertas y retirándose a una distancia discreta. “Estaré aquí fuera si me necesitáis.”

Al entrar en la celda, encontraron a Cristian Toro sentado frente a una pequeña mesa, disponiendo pacientemente naipes en un solitario. Una cama estrecha era el único otro mueble en la austera habitación. Lo conocían de encuentros anteriores en la Camarilla, donde siempre había destacado por su mirada de superioridad mezclada con una inteligencia que muchos encontraban repelente. Sin embargo, hoy algo había cambiado: esa altivez característica parecía haber sido sustituida por una expresión apagada, casi perdida.

Miguel Ángel, con su conocimiento de la magia de sangre, detectó inmediatamente la presencia de runas discretamente grabadas en las paredes. Símbolos diseñados específicamente para neutralizar la taumaturgia, convirtiendo aquel espacio en una cárcel perfecta para un Tremere.

Retrato de Cristian Toro
Cristian Toro

Cristian alzó la mirada de su juego, reconociéndolos con un ligero asentimiento. Una vez cerrada la puerta, y asegurándose de hablar en voz baja para mantener la privacidad de su conversación, comenzaron la entrevista con las mismas preguntas que habían planteado a los otros sospechosos.

“Hace aproximadamente dos meses,” comenzó Cristian, barajando los naipes de forma mecánica mientras hablaba, “conocí a una vástago. Tras varias conversaciones, empezó a hablarme de textos antiguos perdidos.” Sus dedos se detuvieron momentáneamente sobre las cartas. “Un día me mostró un volumen que se creía perdido desde la caída de la capilla Tremere en Viena. Un descubrimiento de valor incalculable para nuestro clan.”

Su voz, habitualmente segura y hasta condescendiente, ahora vacilaba ligeramente.

“Me ofreció ese libro y otros tantos volúmenes a cambio de convertirme en sus ojos y oídos dentro de Barcelona. Un espía del Sabbat.” Dejó escapar una risa sin humor. “Naturalmente, rechacé la oferta, pero…” —bajó aún más la voz— “decidí mantener silencio. Temía que me acusaran de vender mi alma al Sabbat o, peor aún, que me reprocharan no haberme sacrificado para recuperar información tan valiosa para el clan.”

Su rostro reflejó una vergüenza genuina, tan impropia del Cristian que conocían que resultaba desconcertante. “Me avergüenzo de no haber hecho más para recuperar esos libros, pero ¿quién sabe qué habría ocurrido si hubiera actuado? Quizás los habrían destruido.”

Cuando le preguntaron por la identidad de la vástago que lo contactó, Cristian describió a una mujer de tez blanquecina y cabello rojo intenso, hermosa pero elusiva, que siempre se movía entre las sombras.

“¿Quién podría beneficiarse de mi caída?” repitió ante la siguiente pregunta, con una sonrisa amarga. “Soy el más insignificante de mi clan, el más joven de todos. No tiene sentido hacerme caer.” Hizo una pausa significativa. “Veo el mismo patrón con los otros dos señalados en la carta. Ninguno somos piezas cruciales en el tablero de Barcelona.”

Ante la pregunta sobre si otros Tremere podrían haber aceptado una invitación similar, su expresión se volvió seria. “Solo puedo asegurar que Nathaniel y Emiko jamás aceptarían semejante proposición. Su lealtad está más allá de toda duda.”

La mención del líder clan pareció animar ligeramente a Cristian, quien añadió: “Nathaniel está muy bien posicionado a nivel europeo dentro del clan. Con la caída de la capilla de Viena y la desaparición de los antiguos, su rango se ha elevado considerablemente. Eso nos otorga una posición fuerte también dentro de Barcelona.” El orgullo en su voz era palpable, un recordatorio de que incluso el miembro más joven de un clan poderoso sentía el peso de su legado.

Finalmente, confirmó que no tenía relación alguna con los otros dos vástagos mencionados en la carta, más allá de haberlos visto ocasionalmente en eventos de la Camarilla.

Mientras concluían la entrevista, Cristian volvió a su solitario, como si la conversación hubiera sido apenas una breve interrupción en una noche interminable. El grupo salió de la celda, donde Thaddeus esperaba con expresión impasible, aparentemente ajeno a lo que se había discutido tras la puerta cerrada.

“¿Encontrasteis lo que buscabais?” preguntó mientras los escoltaba fuera del almacén, su tono neutro haciendo imposible determinar si realmente le interesaba la respuesta.

Tres entrevistas, tres historias distintas, y sin embargo, un patrón comenzaba a emerger entre las sombras de la ciudad condal. Algo o alguien estaba moviendo piezas en un juego mucho más grande y peligroso de lo que inicialmente habían imaginado.