Noche 06 - 14/11/2024
Mensajeros
La ciudad despierta bajo un nuevo velo de sombras, cuando el sol se oculta por tercera vez desde la muerte de Gabriel Leclerc. En la penumbra elegante de “Las Llaves de la Diagonal”, la coterie vuelve a reunirse. El ambiente, impregnado de aromas a cuero, perfumes caros y secretos, es el mismo de noches anteriores, pero hay algo distinto en el aire. La tensión. La urgencia. La sensación de que algo antiguo comienza a removerse bajo la superficie.
Elena Venture, anfitriona de esta velada, escucha mientras sus compañeros exponen una nueva teoría: tal vez Blanca Montoro, la Sangre Débil que rescataron, no sea simplemente una herramienta del Sabbat, sino una pieza clave para activar un ritual. Algo que requiera su linaje, su sangre, su poder oculto. La idea se instala con la persistencia de una llama que no encuentra oxígeno, y todos coinciden en que es momento de actuar.
Los planes se trazan rápido. No solo deben seguir investigando el local señalado en la carta del Sabbat —aquel cuyas coordenadas han estado vigilando con cámaras ocultas, y donde apenas se ha detectado más movimiento que el de un hombre que sale de tanto en tanto a fumar, como si esperara algo que aún no llega—, sino que también han de acudir, ahora que tienen la llave, al apartamento de Gabriel. Quizá allí se escondan respuestas que el cuerpo no pudo dar.
Pero antes de todo eso, surge una idea más ambiciosa: reunir a varios de los vástagos más influyentes de Barcelona. La coterie necesita comprender qué está en juego, qué ritual podría estar en marcha, y para ello deben rodearse de aquellos que conocen las artes oscuras, los movimientos del Sabbat y el valor de los Sangre Débil.
Mientras Elena toma el volante de su Mercedes, y el vehículo se desliza por las avenidas nocturnas como un depredador entre la maleza, Miguel Ángel marca un número en su teléfono. La voz que responde al otro lado pertenece a Amira Al-Nasir, la implacable Sheriff de Barcelona, vástago del clan Banu Haqim. Miguel Ángel, con su habitual tono directo, le plantea la posibilidad de una reunión aquella misma noche con otros vástagos conocedores de lo arcano. Amira no se compromete de inmediato. Tiene asuntos que atender, pero si se le comunica hora y lugar, hará todo lo posible por asistir. Su tono es frío, contenido, pero su aceptación implícita se percibe con claridad.
A su lado, Roc también contacta con alguien: Javier González, la mano derecha de la baronesa anarquista Elena Torres. Roc le explica la situación con su característico tono sincero, sin rodeos. Javier escucha y no tarda en responder. Si desean hablar con Dante Giscombe, el líder de la coterie Mud-Blood —una agrupación formada enteramente por Sangre Débil y protegida por los anarquistas—, deberán hacerlo en el Niflheim, el bar de la coterie de Torres. Javier no lo presenta como una sugerencia, sino como una condición.
Con las primeras gestiones realizadas, el Mercedes se detiene frente a la majestuosa Biblioteca de Cataluña. Como si el destino repitiera una jugada ya conocida, la figura de Thaddeus Hargrove emerge entre las sombras. El centinela Tremere, siempre atento, los saluda con la misma mezcla de formalidad y desconfianza. El grupo le informa de su deseo de hablar con Nathaniel Adeyemi, el Primogénito de su clan. Thaddeus no se niega. Hace una llamada rápida y, sin mostrar sorpresa, les concede el acceso.


Aunque intenta sonsacar algo de información con preguntas casuales, sus esfuerzos no obtienen recompensa. Hay algo en sus maneras que incomoda especialmente a Ezequiel, que lo observa con una frialdad que no pasa desapercibida.
Los vástagos son conducidos una vez más a las profundidades del saber prohibido. Tras cruzar una puerta oculta entre estanterías, descienden por una escalera de piedra que parece tallada en el tiempo mismo. Al llegar, una gran sala se abre ante ellos: libros antiguos cubren las paredes, sus lomos polvorientos susurran nombres olvidados por la historia, y una gran mesa de piedra domina el centro como un altar para lo arcano. Sentado a un extremo, como un rey de sombras en su trono de saber, se encuentra Nathaniel Adeyemi.
El Tremere los recibe sin palabras. Cierra el libro que leía con un gesto pausado, y espera a que hablen. Paris, Miguel Ángel, Roc y Ezequiel exponen sus dudas y sus intenciones: creen que el Sabbat planea un ritual y que Blanca podría ser la clave. Quieren organizar una reunión con quienes puedan arrojar luz sobre la situación.
Nathaniel asiente lentamente. Su rostro permanece impasible, pero su aceptación es clara. Está dispuesto a asistir, y no pone objeciones sobre el lugar. Si debe ser en el Niflheim, así será. La seguridad que emana al aceptar demuestra que conoce la magnitud de lo que se avecina… o tal vez que ya había anticipado todo esto.
Y así, mientras el grupo asciende de nuevo hacia el nivel de los vivos, la certeza se afianza: esta no será una noche tranquila.
El número equivocado
Ya fuera por la inquietud creciente o por la certeza de que el tiempo se agotaba, Ezequiel decidió dar un paso más. Con el teléfono en la mano y el número de Samuel Lacalle grabado desde días atrás, marcó sin dudar, buscando acceder al siguiente nombre de su peculiar lista: Raúl Esteban de la Vega, aquel vástago de reputación oscura y posible conocedor de rituales de su clan, los Lasombra.
Al otro lado de la línea, la inconfundible voz de Samuel respondió con su teatralidad habitual. Entre divagaciones cómicas y referencias crípticas, le entregó a Ezequiel el número que —según él— correspondía directamente a Raúl. “No le gusta que le molesten, pero llámale, querido. A veces, lo improbable es precisamente lo correcto.”
Sin más, Ezequiel colgó y marcó el nuevo número.
—Cruz Roja, buenos días. ¿En qué puedo ayudarle? —respondió una voz femenina, profesional y cálida, totalmente ajena al submundo vampírico.
Ezequiel, sin perder la compostura, insistió. Estaba seguro de que aquel número era el correcto. Lo había dicho Samuel Lacalle. ¿Y quién se atrevería a cuestionar las instrucciones de un Malkavian? La teleoperadora, por su parte, comenzó a notar algo extraño en la conversación. La persistencia de Ezequiel, su tono… Era evidente que aquel joven tenía algún tipo de necesidad especial. Con cuidado, le ofreció ayuda profesional, recursos de apoyo, incluso atención médica.
Fue entonces cuando Elena, que hasta el momento observaba la escena con creciente incredulidad, intervino. Tomó el teléfono de manos de Ezequiel, respiró hondo y, con voz calmada pero firme, improvisó una historia convincente. Le explicó a la operadora que su “hermano” había llamado accidentalmente al último número marcado desde su teléfono. “Está todo bien, muchas gracias”, concluyó, colgando antes de que la conversación pudiera alargarse.
Sin perder un segundo, Elena volvió a marcar el número de Samuel. Esta vez, respondió otra voz: Silvia Cáceres, la censora anarquista. Explicó que Samuel, tras la llamada, había salido corriendo como alma que lleva el diablo, dejando su teléfono olvidado sobre la barra del local.
Elena, con la eficiencia que la caracteriza, le expuso directamente su petición. Silvia, sin rodeos, comprendió la urgencia del asunto. Le prometió que ella misma hablaría con Raúl Esteban y que él estaría presente en el lugar indicado, a la hora acordada.
No hubo más que añadir. La maquinaria de los Anarquistas, aunque envuelta a veces en caos y teatralidad, también podía moverse con eficacia quirúrgica.
¿Quién es Diego Ruiz?
La noche, aún joven, ofrecía su último respiro antes de que la acción reclamara su tributo. Era el momento de atar cabos, de asegurarse de que ningún testigo inesperado pudiera enturbiar los pasos que estaban por dar. Uno de esos cabos sueltos tenía nombre: Diego Ruiz.
Desde su rincón habitual en Las Llaves de la Diagonal, Elena marcó el número con dedos firmes, mientras Paris, a pocos metros, desplegaba su propio ritual digital, preparada para rastrear cada kilómetro, cada paquete de datos, cada fragmento de ubicación que aquel contacto pudiera arrojar al mundo.
La línea sonó solo una vez antes de que una voz masculina y algo tensa respondiera. Diego Ruiz estaba al otro lado.
Elena, con la precisión de una actriz experimentada, tejió una historia tan absurda como plausible: un hombre había acudido a su local, consumido en exceso y dejado tras de sí una cuenta desorbitada… y un carnet de identidad que, tras ser examinado, resultó ser una falsificación —una copia grotesca del documento oficial de Diego Ruiz.
La trampa era elegante, envuelta en cortesía y una oferta aún más amable: si él quería, podría pasar a recoger el carnet falso antes de que cayera en manos equivocadas. La mención de “problemas administrativos” y de “errores de identidad” pareció bastar. Diego, algo desconcertado pero dispuesto a evitar cualquier escándalo, aceptó. Dijo que se pasaría “en cuanto pudiera”.
Mientras la conversación fluía, Paris ya trabajaba como una araña entre las redes. No tardó en obtener las coordenadas del teléfono móvil, y con unos pocos saltos más entre bases de datos, referencias catastrales y accesos discretos a registros civiles, halló lo que buscaba: un piso a nombre de Diego Ruiz, en uno de los bloques cercanos a la ubicación geolocalizada. Un punto más en el mapa de su vigilancia nocturna.
Ecos entre las paredes
La noche barcelonesa había madurado ya, y el aire denso de humedad parecía contener la respiración mientras la coterie ascendía lentamente por la escalera hasta el tercer piso, puerta B. Allí, tras días de pistas y especulaciones, se alzaba el hogar —el santuario, quizás— de Gabriel Leclerc, conocido por muchos como Belle de Nuit. Un umbral silencioso, cargado de recuerdos detenidos y secretos aún por estallar.
Miguel Ángel fue el primero en acercarse con la llave en la mano, esa pequeña pieza metálica que, por fin, prometía abrir una puerta tan literal como simbólica. Pero al intentar girarla, descubrieron que la cerradura ya había cedido. Un roce, una pulsación de metal sin resistencia… y entonces, el sonido: pasos rápidos, objetos moviéndose, un leve choque de madera contra metal. Alguien estaba dentro.
Instintivamente, la coterie se desplegó por el pasillo como una manada en alerta. La penumbra del recibidor pareció volverse más densa cuando cruzaron el umbral, sabiendo que la amenaza no era un recuerdo, sino una presencia viva.
Miguel Ángel, casi sin hacer ruido, avanzó por el pasillo central hacia el comedor. Allí, una figura de complexión fuerte hurgaba en un armario, su cuerpo encorvado sobre una pila de papeles que había comenzado a saquear. Al mismo tiempo, Ezequiel empuñó su arma y apuntó al segundo intruso, que emergía de lo que parecía el estudio de Gabriel.
—¡Manos arriba! —ordenó el Malkavian, su voz cortando la quietud del apartamento como una hoja bien afilada.
El grito alertó al primero de los intrusos, quien reaccionó lanzándose hacia Miguel Ángel. Pero el entrenamiento del Banu Haqim, perfeccionado en guerras de hombres y de sombras, no flaqueó. Redirigió el golpe con la precisión de un artista marcial y, en un abrir y cerrar de ojos, el intruso se encontró con las muñecas atadas y el rostro contra el suelo.
En el otro extremo del apartamento, el segundo matón jugó una carta más desesperada. En un movimiento brutal, agarró a Paris, la colocó entre él y la boca del arma de Ezequiel, y sin dudar clavó una navaja de mariposa en su abdomen. La Nosferatu, aunque herida, no soltó un solo grito. Solo apretó los dientes mientras su sangre empapaba la camisa.
—Déjame salir, o la mato —gruñó el hombre, usando a Paris como escudo y amenaza.
Elena, sin perder la calma, alzó la voz con la fuerza de su voluntad vampírica. Dominación. Las palabras salieron como cuchillas de terciopelo:
—Suelta a la chica.
Y el hombre obedeció… brevemente. El control se resquebrajó casi de inmediato, y volvió a apuñalar a Paris con furia ciega. Un nuevo comando de Elena volvió a reducirlo, pero cuando intentaban inmovilizarlo, el matón logró zafarse con un violento codazo al estómago de Elena y corrió hacia la puerta.
No fue lejos.
Miguel Ángel se plantó en el pasillo como una sombra tallada en granito. Un solo puñetazo certero bastó para hacer caer al atacante de bruces al suelo. Silencio. Finalmente.
Revisando sus pertenencias, encontraron dos sobres: cada uno con 2000 euros en billetes de cincuenta. Cuestionados sin miramientos, confesaron haber sido contratados por un hombre ruso —alto, de mirada glacial y acento del este— llamado Kirill Wiens, en un bar de mala muerte de la Zona Franca, el Carmen Rosa. Su encargo era claro: recoger cualquier objeto útil del piso de Gabriel. No era la primera vez que hacían este tipo de trabajo.
Uno de ellos rogó por su vida. Ezequiel, sin pronunciar palabra, le ofreció su sangre. El vínculo se formó de inmediato. Una servidumbre eterna sellada con una gota, una mirada y una promesa silenciosa de obediencia: el hombre era ahora su ghoul.
Entonces, empezó la verdadera exploración.
El apartamento de Gabriel era un santuario detenido en el tiempo, una cápsula que aún olía a perfume dulce, a maquillaje caro, a sueños aplazados. Allí, entre estanterías repletas de libros de arte, historia y poesía, la vida de Belle de Nuit seguía respirando en silencio. No había caos, ni desorden, solo un orden casi meticuloso, como si Gabriel esperara regresar en cualquier momento.
Las paredes estaban adornadas con cuadros y fotografías. Retratos de sus abuelos colgaban junto a vistas de los acantilados de Étretat, calles parisinas en acuarela, y —más cerca del rincón de pintura— una imagen llamó la atención de todos: una calle anónima, de farolas cálidas y ambiente nocturno, al fondo de la cual se leía el cartel de un bar: Ciudad Maravilla. No parecía una fantasía. Aquello era un recuerdo.
Y entonces, entre las cosas personales, encontraron un manojo de llaves sin importancia aparente, salvo por un pequeño llavero de plástico, de esos que regalan en ferreterías, donde alguien había escrito con tinta casi borrada una única palabra: Maravilla. La conexión fue inmediata. El cuadro no era solo una pintura; era un mensaje. Un destino.
La exploración siguió, y fue en el baño donde Paris, con su mirada entrenada, detectó algo más. Un cajón lleno de cosméticos perfectamente organizados escondía una trampa visual: un fondo falso, disimulado entre botes de base, sombras y labiales. Al retirarlo con cuidado, emergieron dos elementos clave: un pequeño cuaderno de tapas negras y una tarjeta SIM, aparentemente inactiva.
El cuaderno resultó ser un diario íntimo. Las letras de Gabriel recorrían las páginas con sinceridad desgarradora, y entre las entradas más recientes se repetía un nombre: Miquel Moliner. Un empresario con presencia en el mundo nocturno barcelonés, alguien al que Gabriel había estado observando. Lo mencionaba como una figura con poder, relacionada con fiestas, secretos… y también con Eduardo Torres, un apellido que no pasaba desapercibido para quienes sabían que Alejandro Torres —Bianca del Mar—, había sido una de las personas más cercanas a Gabriel.
El diario también estaba trufado de confesiones personales. Reflexiones sobre su amistad con Alejandro, escritas con cariño profundo, pero también con una melancolía punzante. Aparecían nombres de relaciones intensas, complicadas: amantes que a veces eran consuelo y otras veces herida abierta. Un técnico de sonido, obsesionado con él. Un hombre poderoso que lo deslumbraba con lujo. Una figura del mundo artístico con la que compartía no solo deseo, sino cierta oscuridad. Gabriel hablaba de todos ellos con palabras que variaban entre el amor y el miedo, entre la admiración y el resentimiento. No parecía haber relaciones sencillas en su vida.
En un archivador, encontraron una carpeta etiquetada a mano. En su interior, una colección de amenazas impresas: capturas de mensajes de odio en redes sociales, insultos, intimidaciones. Algunas provenían de cuentas falsas, pero dos nombres eran claros y repetidos: Javier García y Francisco Orejas, activistas conocidos por su retórica de extrema derecha. Al fondo del archivo, había algo más: un borrador de demanda. Gabriel estaba preparando una denuncia, quizás junto a la asociación LGTBI+ que ya había aparecido en otras pistas. Luchaba. A pesar de todo, luchaba.
Sobre el escritorio del comedor, descansaban una pantalla, un teclado y un ratón. Todo conectado, pero sin ordenador. El portátil no estaba. Al insertar la SIM en el teléfono que había aparecido junto a sus pertenencias, solo un archivo resultó accesible: un audio breve y angustiante, grabado con un móvil. En él, dos voces discutían. Una de ellas insultaba con violencia, usando palabras cargadas de odio, mientras la otra suplicaba. El resto del contenido estaba blindado tras barreras digitales que escapaban a las habilidades del grupo. Como si alguien lo hubiese protegido con más que simples contraseñas.
Por último, sobre la cama sin deshacer, Paris encontró una caja de cartón a medio abrir. Dentro, cuidadosamente envuelto en papel de burbujas, había un libro. Uno aparentemente olvidado por los asaltantes. Al abrir la primera página, una inscripción manuscrita en letra infantil rompió el silencio como un susurro del pasado: “Este libro pertenece a la biblioteca del Ilustre Ezequiel Medina”. Un recuerdo perdido. Una conexión que cruzaba los años y los rostros. Quizá Gabriel no supiera de quién era, quizá sí. Pero el destino, una vez más, parecía trazar líneas invisibles entre sus vidas.
Y así, con cada hallazgo, el piso dejó de ser una escena para convertirse en un espejo. Gabriel no solo había vivido allí. Había dejado mensajes para quienes supieran mirar. Como si esperara que, tarde o temprano, alguien como ellos llegara para recoger los fragmentos de una historia que no debía desaparecer.
El precio de una trampa
Quedaba poco de la noche cuando la coterie puso rumbo al lugar marcado por las coordenadas de la carta recuperada en el laboratorio de Blanca. No era un secreto ya para ellos: el destino era un local abandonado en la Zona Franca, un viejo bar llamado El Huerto, cuyas persianas herrumbrosas y fachada agrietada no lograban ocultar la sospecha de que aquello aún tenía vida.
Ezequiel, con el oído afinado por la tensión acumulada de noches pasadas, fue el primero en detenerse al pie del local, con la cabeza ligeramente ladeada hacia la puerta. Lo que escuchó no eran gritos ni conspiraciones, sino voces humanas, despreocupadas, mezcladas con el ocasional sonido de cartas barajadas y fichas deslizándose sobre una mesa. De tres a cinco hombres, calculó. No en guardia, no vigilantes… jugando.
Eso solo hizo que el silencio de la coterie se volviera más denso. No estaban ante un asalto ni una emboscada, pero la normalidad era, en su mundo, el disfraz más peligroso.
Sin un plan claro y con la falsa calma como aliada, Elena fue la primera en actuar. Se acercó a la puerta y llamó, con el tono despreocupado de quien busca alquilar un local. Su presencia carismática, su voz firme pero seductora, bastaban normalmente para abrir muchas puertas. Cuando un hombre mayor, de complexión fuerte y rostro curtido, le abrió y asomó la cabeza, ella le explicó su “interés” por comprar o alquilar el bar. Nada urgente, solo curiosidad de alguien del barrio.
Mientras hablaba, Elena deslizó su pie entre la hoja y el marco, impidiendo que pudiera cerrarla del todo. Fue un movimiento sutil… pero no lo suficiente.
El hombre lo notó. Su cuerpo se tensó. Su mirada se endureció. Dentro del local, las risas cesaron. Algo crujió. Un movimiento brusco de sillas.
—Ese no es un gesto muy normal si viene a preguntar por el alquiler, señorita —dijo, y su mano descendió hacia su cinturón.
En ese instante, el tiempo se rompió.
Miguel Ángel, que esperaba agazapado, se movió como un relámpago. Con un empujón descomunal, abrió la puerta por completo y lanzó al hombre hacia atrás. Su cuerpo impactó con violencia contra una de las mesas, haciendo que esta volcara con un estrépito. El sonido de una escopeta deslizándose bajo una mesa cortó el aire.
Miguel Ángel no lo pensó. Activando su celeridad, atravesó la sala como un espectro y se abalanzó sobre un segundo hombre que intentaba levantar el arma. Lo desarmó con una llave rápida y lo estrelló contra el suelo, haciéndole perder el conocimiento al primer impacto.
Paris entró poco después, con los colmillos a la vista y la furia desatada. Un tercer hombre le hizo frente con una navaja improvisada y logró rozarle el costado antes de recibir un puñetazo en la mandíbula que lo hizo tambalearse.
Ezequiel, pistola en mano, cubría la retaguardia, mientras Roc inmovilizaba a otro de los atacantes, empotrándolo contra la pared con la fuerza brutal de su linaje Gangrel. Los gritos y el ruido de los muebles cayendo parecían sacados de una taberna de guerra más que de un escondite del Sabbat. Uno de los hombres intentó escapar hacia la parte trasera del local, pero Elena le interceptó el paso y, con una orden helada cargada de sangre y voluntad, lo redujo al instante.
El combate duró apenas un minuto.
Al final, dos hombres quedaron vivos. Heridos, sometidos, atados con cinta y cables improvisados. Los demás yacían inconscientes, ensangrentados o inmóviles en un rincón.
Mientras el grupo recobraba el aliento, dirigieron su atención a lo que había al fondo: una pila de cajas viejas, amontonadas como si fuesen la verdadera razón de vigilia en aquel sitio. Rompieron algunas con las botas, otras con las manos. Dentro no había armas, ni artefactos, ni drogas… Solo chatarra: piezas rotas de cerámica, juguetes sin brazos, muñecos sucios, cables viejos y papeles arrugados. Lo que fuera que vigilaban esos hombres no era valioso. O al menos, no en apariencia.
Fue entonces cuando las sirenas comenzaron a escucharse.
No cercanas aún, pero lo suficiente para saber que los segundos se contaban en puñados. Una patrulla. O más. El tiroteo no había pasado desapercibido.
Sin pensarlo dos veces, la coterie cargó con los dos prisioneros vivos, abandonó el local y se lanzó a la noche. El coche arrancó con las puertas aún abiertas y los frenos chillando, desapareciendo entre las naves industriales como una sombra desesperada.
Ya en marcha, Elena tomó el teléfono y marcó un número. La línea de emergencia de la Camarilla.
La voz que respondió fue rápida, seca, sin rodeos. Le dijeron que harían lo posible para contener la situación, pero la policía ya estaba en camino y no había garantía de éxito.
—Quemad el coche —le indicaron con precisión quirúrgica—. Dejadlo en un descampado, sin dejar rastros. Denunciad su robo. Y desapareced.