Sesión 6: Solos bajo la luna llena

Limpiando la escena del crimen

La noche de Barcelona parecía contener el aliento tras la masacre en El Huerto. Sabían que las autoridades, los mortales y quizás incluso otros Vástagos acudirían como hienas al olor de la sangre. No podían permitirse errores. Separarse fue una decisión instintiva, casi militar: cada uno debía borrar su rastro antes de que la ciudad despertara.

Paris caminaba como un susurro entre las sombras, invisible para ojos humanos y cámaras indiscretas. Alcanzó un edificio anodino a unos cinco minutos del lugar de la matanza. Subió hasta la azotea, desde donde las luces de la ciudad palpitaban como estrellas artificiales, y se dejó caer sobre el borde de cemento. Sacó su portátil con movimientos automáticos, casi elegantes. En cuestión de minutos, las cámaras cercanas al Huerto fueron silenciadas, sus grabaciones eliminadas con la precisión quirúrgica de quien ha borrado más de un secreto.

Mientras sus dedos seguían ejecutando comandos, sus ojos recorrían otra trayectoria: el parpadeo del GPS le mostraba el camino que Roc y Ezequiel habían tomado, el Mercedes de Elena alejándose en la noche como un recuerdo que debía desaparecer. Paris borró también los registros del recorrido, limpiando posibles grabaciones de vigilancia en su trayecto hasta el descampado donde ahora el vehículo permanecía detenido. Sabía que no todas las cámaras estaban conectadas a la red. Solo podía esperar que ninguna de ellas pudiera vincularlos a nada. Cerró el portátil con un suspiro cansado, observando el horizonte. Otra maldita reunión se avecinaba… y Paris detestaba las reuniones.

Roc y Ezequiel conducían en silencio por las arterias olvidadas de la Zona Franca, rumbo al puerto. Abandonaron las calles principales y se internaron en una vía descuidada, donde el asfalto resquebrajado y las plantas salvajes hablaban de abandono. Allí, entre sombras y escombros, detuvieron el coche.

Roc, con el cuerpo aún tenso por la violencia reciente, entró en pánico. No sabía cómo quemar un coche. Ezequiel, con su eterna mirada ausente, no necesitó palabras. Se alejó sin decir nada. Entre los residuos oxidados de la zona industrial encontró lo necesario: un cubo y un tubo de goma. En cuestión de minutos, extrajo gasolina de un coche cercano, improvisando un ritual silencioso de destrucción. Roc lo observaba, perplejo ante la naturalidad con que Ezequiel regaba el interior del Mercedes de Elena con aquel líquido inflamable. Aquello era más que sangre fría: era una extraña mezcla de locura funcional y genio metódico.

Mientras tanto, Elena interpretaba su propio papel con la frialdad de una actriz veterana. Se presentó en la comisaría más cercana a Las Llaves de la Diagonal, y con voz firme presentó una denuncia por el robo de su vehículo. Nada en su gesto, en su tono, en sus palabras, permitía intuir que ella misma había orquestado la desaparición. Al salir, ya había contactado con todos los Vástagos implicados en la reunión de esa noche. La cita sería en el Niflheim, a las dos en punto.

Miguel Ángel, en cambio, tenía otra tarea. Se dirigió a la estación de Sants, donde una taquilla lo esperaba. La había reservado días antes a través de una conversación codificada con Rebeca, una antigua compañera de armas que ahora navegaba las aguas turbias del crimen organizado. Al abrir el compartimento metálico, encontró lo acordado: una bolsa de deporte azul oscuro. Sin sacar nada, sin tocar el contenido, se limitó a revisarlo con la mirada. Dentro, una Glock 19 Gen 5 con silenciador y dos cajas de munición. No era para él. Era un regalo. Un gesto silencioso. Algo que Elena sabría interpretar.

Uno a uno, como piezas de un mecanismo siniestro, los miembros de la Coterie terminaron sus encargos y pusieron rumbo al Niflheim.

La reunión

El Nilfheim vibraba como una bestia viva al ritmo de la música atronadora. El rugido grave de guitarras eléctricas, los latigazos de batería y la luz de neón púrpura convertían el bar de moteros y anarquistas en un santuario para los que no temían a la oscuridad. Esa noche, sin embargo, la música era solo un telón: la verdadera tensión se respiraba en la sala trasera, donde se congregaban vástagos de distintas procedencias, reunidos no por afinidad, sino por necesidad.

Javier González fue el primero en romper la barrera entre el bullicio y el encuentro. Se acercó al grupo con rostro serio, acompañado por una joven de chaqueta de cuero y mirada vigilante. “Adriana Navarro”, se limitó a decir. “Está aquí por Dante. Nada más.” El gesto con el que Adriana saludó fue breve, casi mecánico; sus ojos ya analizaban puertas, ventanas y sombras.

Retrato de Adriana Navarro
Adriana Navarro

Poco a poco, los distintos asistentes fueron llegando al local, cruzando la entrada del Nilfheim entre el bullicio del bar y la luz agresiva del neón. Javier González los recibió uno por uno, guiándolos discretamente hacia la zona posterior del bar. Solo cuando todos estuvieron presentes, los condujo finalmente hacia la sala interna.

Allí, una sala sencilla —más almacén reacondicionado que sala de reuniones— albergaba una mesa larga, sin mantel, rodeada por sillas desiguales y escasamente iluminada por una lámpara industrial. Al sentarse, quedó claro que no se trataba de un consejo oficial, sino de una tregua momentánea para compartir conocimientos.

A la derecha, Amira Al-Nasir, la Sheriff de la Camarilla, proyectaba su habitual aura de autoridad contenida, aunque su presencia provocaba una tensión latente entre los anarquistas del lugar. A su lado, el enigmático Nathaniel Adeyemi, líder de los Tremere independientes, hojeaba unas notas con parsimonia, su calma contrastando con el ambiente cargado. Frente a ellos, Dante Giscombe —Sangre Débil y reputado alquimista— aguardaba en silencio, flanqueado por Javier González y Adriana Navarro, miembros de la coterie Meigas, ambos anarquistas y ajenos a los matices arcanos de la discusión. Más apartado, pero claramente involucrado, se encontraba Raúl Esteban de la Vega, un Lasombra independiente cuya mirada vigilante no pasaba desapercibida.

Era una mesa inusual: Camarilla, Anarquistas e Independientes compartiendo espacio. Las miradas cruzadas y los silencios densos hablaban de desconfianza y antiguas rivalidades. Pero también de la gravedad de lo que les había convocado. Por una vez, la necesidad superaba a la doctrina.

La reunión comenzó sin preámbulos. Elena formuló la primera pregunta, directa y precisa. La respuesta fue un disparo que dio en el centro de la inquietud:

“El Sabbat no quiere a un Sangre Débil,” dijo Nathaniel, “lo necesita.”

Dante asintió, y su voz, cuando habló, era suave pero firme: “No es que podamos hacer con la sangre lo que ellos no pueden. Es que la alquimia desafía todas sus limitaciones. Donde otros transforman la sangre con rituales antiguos, nosotros la reconfiguramos. Podemos convertir emociones en herramientas. Podemos reforzar lo que está débil. Incluso alterar la propia naturaleza de nuestras disciplinas. Imaginad lo que eso significa en manos del Sabbat.”

“Una ventaja imposible de contrarrestar,” murmuró Amira. “Un alquimista puede fabricar su propia guerra.”

El silencio que siguió fue denso.

“¿Y si la Sangre Débil fuera algo más que un recurso?” preguntó Ezequiel, rompiendo la pausa. “¿Y si fuera una señal? ¿Y con su sangre… podría alimentarse un ritual? ¿Potenciarlo? ¿Por qué hacer lo que quieren hacer en luna llena, y en un faro abandonado?”

Nathaniel lo miró con atención. “En teoría, sí. La vitae de un Sangre Débil es más inestable, pero también más maleable. Eso la convierte en un catalizador potencial. En el contexto adecuado, puede reforzar un ritual de forma impredecible.”

Amira asintió. “La luna llena, el faro, el lugar, la hora… todo eso puede ser real, simbólico, o simplemente teatral. Pero el Sabbat entiende algo que muchos olvidan: incluso el teatro tiene poder. A veces, la puesta en escena es lo que le da forma a la voluntad.”

Nathaniel alzó la vista. “Algunos lo creen. Dentro del Sabbat, existe la creencia de que los Sangre Débil son el heraldo de la Gehenna. Su aparición en masa sería la primera señal. Y si la Gehenna comienza… se desatará la caza.”

“Una caza que ya ha empezado,” añadió Raúl Esteban de la Vega con voz grave. “Aunque aún no lo veamos.”

Lo que siguió fue un repaso meticuloso, casi académico, de lo que se sabía del Sabbat. Nathaniel explicó con frialdad clínica los principios de la Vaulderie, esa ceremonia en la que todos beben de todos, rompiendo los lazos de sangre tradicionales para forjar una manada unida por el fanatismo. Amira habló de los cabezapalas, vástagos recién abrazados y arrojados a la guerra como carne desechable. Se habló de los ritos, de los cánticos, de los símbolos antiguos recuperados de culturas olvidadas.

Fue avanzada la conversación cuando volvieron al tema del faro. La nota del Sabbat lo mencionaba, y las preguntas anteriores de Ezequiel habían dejado claro que el lugar tenía peso simbólico y ritual. No era una suposición nueva, sino una conclusión que se había ido asentando, y que en ese momento tomó forma definitiva: el Faro de Montjuic era, con toda probabilidad, el escenario elegido para el ritual.

Ezequiel se quedó en silencio, el ceño fruncido y los labios entreabiertos. Algo en su expresión cambió, como si una corriente invisible le hubiera recorrido la espina dorsal. Su cuerpo pareció ausentarse un instante, y su mente voló.

Se vio flotando sobre el mar, suspendido sobre las aguas oscuras y tranquilas que rodeaban Barcelona. La ciudad se extendía bajo él como un tapiz de luces mortecinas. Entonces, desde Montjuic, el faro giró. Su haz de luz lo alcanzó de lleno, cegándolo con una intensidad antinatural. La luz comenzó a teñirse de rojo, como si una mancha de sangre se extendiera por el foco, volviendo su resplandor carmesí, casi líquido. La visión tembló, y en un parpadeo, se desvaneció.

Ezequiel volvió en sí, con el aliento entrecortado.

“Lo vi”, murmuró. “El faro. El ritual. La luz se volvió sangre.”

Durante unos segundos, nadie habló. No porque dudaran de él, sino porque cada uno parecía estar sopesando el significado. Nathaniel se inclinó hacia atrás con el ceño fruncido, como si intentara encajar la visión en algún patrón conocido. Amira no desvió la mirada de Ezequiel, pero sus dedos tamborileaban sutilmente sobre la mesa. Dante bajó los ojos, ensimismado. Incluso Javier, que hasta entonces se había mantenido en un segundo plano, tensó la mandíbula. La visión no fue ignorada. Fue absorbida. Y añadió una nueva capa de urgencia a lo que todos ya temían.

Nathaniel fue el primero en ponerlo en palabras, con voz grave: “Esta visión confirma nuestras sospechas. El Faro de Montjuic no es solo un símbolo. Es el escenario. Allí es donde se llevará a cabo el ritual.” Y añadió una nueva capa de urgencia a lo que todos ya temían.

Tras la visión de Ezequiel y al menos cerrar un cabo, la conversación volvió a la Gehenna con un nuevo matiz de gravedad que la impregnaba todo como una niebla espesa.

“No luchan por poder,” dijo Dante. “Ni por territorio. Luchan por acelerar el fin. Creen que los Antediluvianos despertarán, que los antiguos caerán. Y ellos… ellos quieren estar allí para beber primero.”

“Y cada acto de sabotaje, cada guerra soterrada que lanzan,” añadió Nathaniel, “no es más que una chispa en el incendio que pretenden provocar.”

“Pero no todos creen,” matizó Amira. “Dentro del Sabbat hay doctrinas enfrentadas. Algunos creen en la Gehenna como si fuera una promesa divina. Otros solo ven en ella una excusa para justificar su barbarie.”

“Lo que es seguro,” concluyó Elena, “es que están dispuestos a usar cualquier ventaja. Y la alquimia de un Sangre Débil… podría ser la más peligrosa.”

La reunión duró más de lo esperado. Cuarenta minutos de exposición, discusión y advertencias veladas. Justo cuando la conversación comenzaba a disiparse como el humo tras una tormenta, un grito cortó el aire, agudo, urgente. Fue seguido por una serie de estallidos sórdidos, breves pero suficientes para helar la sangre hasta de los más curtidos.

En una fracción de segundo, las sillas rechinaron contra el suelo de cemento y los cuerpos se pusieron en movimiento. Amira, Nathaniel, Javier y Raúl se alzaron casi al unísono, movidos por la disciplina del instinto y los años de experiencia. Sus siluetas desaparecieron más allá del umbral mientras el estruendo de la música volvía a filtrarse desde el interior del local.

El resto del grupo siguió el impulso, aunque no todos con la misma rapidez. Paris, con los dedos aún entrelazados sobre su regazo, y Ezequiel, con la mirada clavada en la pared como si tratara de descifrar un presagio, se levantaron unos segundos después. Sus pasos, más contenidos, parecían arrastrar consigo la sensación de que algo estaba a punto de romperse.

Dante y Adriana se quedaron atrás. La mirada de ella se fijó en su protegido, y sin necesidad de palabras, decidió que su lugar era junto a él. Allí se quedarían, a la espera de lo que viniera.

Visión de muerte

Al salir, el grupo se encontró con una estampida de gente corriendo en dirección contraria a la salida, rostros desencajados por el pánico, como si hubieran visto al mismísimo Thanatos manifestarse en la penumbra del local. La música había cesado, y el silencio dejado por su ausencia se llenaba con los gritos y sollozos de los que huían. En lo profundo del Nilfheim, un grupo de vástagos en frenesí avanzaba como una ola de destrucción, arrasando todo a su paso, sin conciencia ni razón.

Desde detrás de una de las barras, otro vástago —hasta entonces oculto— se lanzó al combate con ferocidad, embistiendo a una de las criaturas con fuerza brutal. Casi al mismo tiempo, Amira, Nathaniel, Javier y Raúl se abalanzaron sobre el caos, desplegando sin reservas el poder de su sangre.

El hombre tras la barra y Javier cargaron como proyectiles de carne y furia, golpeando a los cabezapalas con una violencia tal que sus cuerpos rebotaban contra las paredes del local, arrancando yeso y astillas del mobiliario. Amira, con frialdad quirúrgica, se hizo un corte en la palma; de la herida brotó una sangre espesa, carmesí con reflejos dorados, que se adhirió al filo de su espada como un veneno antiguo. En un instante desapareció de la vista, solo para reaparecer a espaldas de una de las criaturas, cercenando tendones y seccionando arterias con precisión letal.

Nathaniel replicó el gesto de Amira. Su vitae, oscura con reflejos violáceos, se deslizó por un sable oculto bajo su gabardina. Su estilo era más contenido, pero no menos efectivo: cada estocada buscaba un punto vital, cada movimiento estaba cargado de significado arcano.

Raúl Esteban alzó los brazos y dos extremidades sombrías surgieron de las paredes laterales, como manifestaciones del abismo. Se cerraron como cepos sobre dos de los atacantes, inmovilizándolos para que el resto del grupo pudiera rematarlos con eficiencia despiadada.

Mientras la primera línea de vástagos ya se había lanzado a la refriega, el resto del grupo se desplegó sin vacilar. Miguel Ángel se lanzó al combate con el yatagán desenvainado, su cuerpo impulsado por una velocidad antinatural mientras cortaba con una precisión brutal. Roc, por su parte, dejó que su bestia interior emergiera: sus garras se extendieron con un crujido animal, y se abalanzó sobre una de las criaturas, derribándola con furia desatada. Paris irrumpió con un bate de béisbol entre las manos, que blandía con sorprendente eficacia, cada golpe resonando como el eco de una sentencia dictada desde las sombras.

Mientras tanto, Elena y Ezequiel se mantuvieron a una distancia táctica, ambos con las armas preparadas. Desde posiciones cubiertas, apuntaban con sangre fría, listos para intervenir si alguno de los atacantes rompía el cerco o se aproximaba a sus aliados.

La escena fue una carnicería. En menos de dos minutos, los cabezapalas yacían inertes, cuerpos maltrechos entre los restos del local.

Apenas el último de los atacantes tocó el suelo, Javier González se abalanzó sobre la puerta del Nilfheim y la cerró de golpe. Sin perder un segundo, exigió a todos aquellos con dominio mental que alteraran los recuerdos de los mortales que habían presenciado el ataque. Mientras los poderes de la sangre tejían nuevos relatos en las mentes aterradas, Javier realizó varias llamadas urgentes, movilizando a otros vástagos para que peinaran los alrededores en busca de testigos que hubieran escapado durante los primeros momentos del caos.

Miguel Ángel, siempre alerta, salió rápidamente al exterior. En la entrada, una furgoneta blanca se había estrellado contra las motos aparcadas, y su puerta trasera permanecía abierta, como una boca negra que acababa de escupir la pesadilla. Dentro no encontró nada de inmediato, pero la imagen del vehículo encajaba demasiado bien con la repentina aparición de los cabezapalas.

Al regresar al interior, Javier se les acercó. La faena estaba casi concluida.

—Marchaos. Nosotros acabaremos de limpiar esto. Ya hemos hecho lo necesario con los testigos.

Mientras el grupo abandonaba el local, pasando junto a la furgoneta, Ezequiel se detuvo de pronto. Un escalofrío recorrió su cuerpo antes de que cayera al suelo, los ojos en blanco y la respiración entrecortada. Una nueva visión se apoderó de él: calles oníricas donde las figuras humanas se movían con velocidad antinatural a su alrededor, un mundo distorsionado por la urgencia y el presagio. Y entonces, la explosión. Un estallido cegador en la dirección del Nilfheim. No quedaba duda: algo más había sido preparado.

Con el sobresalto aún latiendo en sus pechos, el grupo regresó a la furgoneta. Esta vez, registraron cada rincón. Bajo el asiento del conductor, oculto entre cables y una lona deshilachada, encontraron un paquete de plástico explosivo.

Miguel Ángel, sin decir palabra, se inclinó y con destreza quirúrgica extrajo el detonador, desactivando el artefacto.

El informador

Tras retirar el explosivo de la furgoneta, el grupo se alejó rápidamente de la zona. La hora avanzada y el estruendo del reciente enfrentamiento habían vaciado las calles de los alrededores: un silencio denso se extendía por las aceras húmedas y las fachadas adormecidas.

Pasados unos minutos, Ezequiel se detuvo en seco. Había sentido algo. Al volver la vista, distinguió entre sombras una figura que los seguía desde hacía rato. El desconocido, al notar que había sido descubierto, reculó apresuradamente hasta perderse en un callejón.

Sin intercambiar muchas palabras, el grupo cambió de rumbo. Retrocedieron con paso firme, atentos a cada rincón, pero no encontraron rastro del perseguidor. Fue entonces cuando Ezequiel invocó el poder de su sangre, abriendo su percepción a lo que los ojos no podían ver. Entre dos farolas apagadas, donde la sombra era más densa, distinguió la silueta encogida de un hombre pegado a la pared, que respiraba apenas, empapado en sudor.

Sabía que había sido descubierto. Y lo sabía todo: que eran vástagos, que su vida pendía de un hilo, y que nada que pudiera decir cambiaría su destino si no hablaba con rapidez.

Lo arrastraron hasta un callejón secundario, un lugar de penumbra donde el mundo mortal rara vez ponía el pie. Elena tomó la iniciativa. Su mirada era una hoja afilada y sus preguntas, precisas. En pocos minutos, el miedo pudo más que la lealtad: el hombre se presentó como Ramiro Fonseca, un ghoul al servicio de una vástago llamada Erika Cuervo. Estaba casi seguro de que ella era parte del Sabbat.

Retrato de Ramiro Fonseca
Ramiro Fonseca

La describió como una mujer de cabello blanco y ojos grandes, con una piel tan pálida que incluso entre vástagos resultaba antinatural. Nunca se esforzaba en ocultar su condición. Según Ramiro, su única tarea era seguirlos e informar de sus movimientos. Había comenzado a hacerlo tras su salida del bar El Huerto.

Al escuchar esto, Ezequiel recordó un rostro entre el humo, cuando se alejaban del Mercedes en llamas. Era él. Había estado allí.

Elena no quedó satisfecha. Apretó más. Pero Ramiro no tenía más que ofrecer. Solo una pieza más: Erika había llegado a la ciudad hacía unas dos semanas. Nada más.

Antes de soltarlo, Elena le arrebató el teléfono móvil. Solo había un número marcado con frecuencia. Lo llamó.

Una voz fría respondió al otro lado de la línea:

—Hombre ratilla mía, ¿qué más tienes para mí?

Elena no dudó.

—¿Quién eres?

La línea se cortó al instante.

El grupo intercambió miradas. No había tiempo para debates. Miguel Ángel y Ezequiel tomaron a Ramiro por los brazos y se lo llevaron. Acabaría en casa de Ezequiel, bajo la vigilancia de su ghoul. El resto se dispersó en la noche barcelonesa, volviendo cada uno a su refugio. La ciudad parecía haberse tragado el caos, pero todos sabían que aquella noche, larga y sangrienta, era solo el comienzo de algo mayor.

Noche 7 - 15/11/2024

La luna llena

Apenas cayó el sol, el grupo acordó actuar sin dilación. Lo mejor era adelantarse a la manada del Sabbat. Si el ritual iba a tener lugar en el Faro de Montjuic, estarían allí antes que ellos. Una cacería solo puede torcerse si la presa se escapa.

En la oscuridad creciente de la ciudad, subieron a la furgoneta alquilada por Paris. Avanzaron sin prisa, pero con una tensión latente que llenaba el vehículo de un silencio espeso. Aparcaron a un kilómetro del faro, en una carretera secundaria cubierta por maleza y abandono. Allí, bajo la mirada vigilante de la luna llena, dejaron a Victor Salgado, el conductor de Elena, instruido para permanecer atento por si hacía falta una retirada urgente.

Afuera, la brisa traía el olor salado del mar y el eco lejano de la ciudad dormida. La luna, colgada en lo alto como un ojo testigo, arrojaba su luz blanquecina sobre la escena. En ese momento, Ezequiel cerró los ojos y se sumió en su mundo interior. Invocó el poder de su sangre para escrutar los hilos del destino.

La visión fue abrupta: de pronto, ya no era él, sino otro. Su cuerpo se sacudía al ritmo de un traqueteo violento, encerrado en lo que parecía una caja de cerillas en movimiento. A su alrededor, figuras presionadas por el espacio reducido. La velocidad, opresiva. Un sonido metálico como un martillo resonó de forma punzante en su cabeza, seguido de un grito rasgado: “¡Abortamos!”. La caja frenó en seco. La visión fue arrancada de su mente como si hubiera atravesado un cristal. Y despertó.

El mensaje era claro: si los descubrían antes de tiempo, el Sabbat cancelaría sus planes.

Prosiguieron con cautela por el viejo camino hacia el faro. La carretera era más un esqueleto de asfalto que una vía transitable, con la vegetación intentando reclamar lo que una vez fue suyo. Entre las sombras proyectadas por la luz espectral de la luna, distinguieron un pequeño campamento improvisado junto a un cubo metálico ardiente. Varios mendigos se calentaban las manos en torno al fuego como figuras de otro tiempo, ajenos a la inminencia de lo sobrenatural.

Uno de ellos, con pasos desiguales y mirada vidriosa, se acercó al grupo pidiendo unas monedas. Ezequiel, con un gesto casi ritual, se las ofreció en silencio. El hombre asintió, agradecido, y regresó junto a los demás.

Sigilosamente, el grupo se escabulló por el sendero que ascendía al faro. Se ocultaron entre la maleza espesa que flanqueaba el camino, donde la luz de la luna no alcanzaba del todo. Desde allí esbozaron su plan: Roc emplearía su vínculo con las criaturas del mundo salvaje para obtener información previa. Paris y Miguel Ángel intentarían colarse en el faro y preparar el corte de la energía eléctrica, tanto la principal como la secundaria. Con ello, también se apagarían las cámaras de seguridad.

Roc, en comunión con la noche, susurró a una gaviota solitaria. Le ofreció alimento y, a cambio, preguntó si había visto movimientos extraños cerca del faro. El ave, con un graznido seco, respondió: nadie más se había acercado esa noche.

Mientras tanto, Paris y Miguel Ángel se deslizaron hasta el interior del faro. Paris, ágil como una sombra entre circuitos, preparó todo para dejar al lugar a oscuras en cuanto fuera necesario. Miguel Ángel vigilaba, cuchillo en mano, la entrada.

El grupo quedó dividido. Paris y Miguel Ángel, dentro. Roc, Elena y Ezequiel, en las sombras del exterior. El tiempo pasaba. La medianoche llegó. Y con ella, la certeza de que algo no marchaba bien.

Otra vez, Ezequiel cayó en trance. Esta vez no hubo grito, solo una imagen: sus propias manos cubiertas por unos guantes mugrientos, extendidas sobre un cubo de fuego. Figuras desenfocadas se retiraban a su alrededor, como arrastradas por una marea invisible. Solo quedaba el cubo y, junto a él, un teléfono con la pantalla encendida.

Al salir del trance, Roc descendió con sigilo hasta el campamento. No quedaba nadie. Solo el cubo aún encendido y el teléfono, abandonado sobre una piedra. No tenía bloqueo, y un único mensaje aparecía en la pantalla:

“Abortamos.”

Más que un cambio de planes. Era una retirada calculada.

Y la luna, testigo silente, seguía observando desde lo alto, bañando la carretera vacía con su luz de espectro.