Sesión 7: La Reina, la Sangre y la Sombra

Reina de Picas, la traición de la mascara

La noche en Barcelona se desplegaba densa y vibrante, impregnada con el pulso oculto que solo los iniciados en la sangre podían percibir. Tras los eventos turbulentos recientes, la coterie decidió volver a un detalle aún sin explorar: una referencia críptica en la nota hallada anteriormente, que mencionaba un local denominado Reina de Picas.

Victor, conductor leal al servicio de Elena, dejó discretamente a la coterie a dos calles del lugar señalado. En las sombras que ofrecían los edificios medievales de la calle Regomir, el grupo discutía el mejor plan de acción. Sospechaban la presencia del Sabbat, sugiriendo que aquel pub podría servir de punto de encuentro para esos vampiros proscritos.

Miguel Ángel intentó inicialmente infiltrarse ofuscado en el local, pero la tarea resultó inviable desde el primer instante. Reina de Picas era una masa compacta de cuerpos y almas inquietas, la música gótica industrial y los aromas densos impregnaban hasta la más leve corriente de aire. Era imposible avanzar sin chocar con alguien, mucho menos pasar desapercibido.

Cambiaron entonces la estrategia, enviando a Paris bajo la protección de su Máscara de las Mil Caras. Observó cuidadosamente antes de entrar; la fachada pintada en negro absorbía la tenue luz del alumbrado, mientras un cartel neón violeta parpadeaba con la silueta estilizada de una reina sangrante. El cartel anunciaba, entre otras excentricidades, un cóctel llamado “Bolsa de sangre”, perturbadoramente apropiado.

Dentro, el local era un torbellino oscuro. Las paredes cubiertas de terciopelo negro con detalles victorianos en rojo sangre enmarcaban una colección extravagante: tarot envejecido, espejos oxidados, y velas negras derramándose lentamente desde candelabros de hierro forjado. Una imponente reina de picas dominaba la pared tras la barra, vigilante silenciosa del caos ordenado.

Entre las estanterías del bar, una nevera de vidrio revelaba discretamente bolsas médicas llenas de un líquido rojo inquietante.

Paris aguzó los sentidos, tratando de discernir si alguno de los parroquianos que bebían el peculiar brebaje era, efectivamente, un vástago oculto. La concentración le traicionó y su Máscara flaqueó por un instante. Su rostro auténtico emergió brevemente, visible por la tenue luz y los reflejos fluctuantes. Algunos humanos cercanos sintieron un desconcertante escalofrío, una anomalía difícil de precisar, aunque algunos ojos, más atentos que otros, captaron claramente el inquietante cambio.

Sintiéndose expuesta, Paris se retiró precipitadamente, consciente de las miradas alarmadas y confusas que la seguían. La coterie, convencida de que el local albergaba secretos importantes, optó por esperar pacientemente, ocultos en la oscuridad, a que el Reina de Picas cerrara sus puertas. Solo entonces podrían investigar sin interrupciones y revelar la verdadera naturaleza del lugar y sus secretos escondidos en la noche.

Donde los ángeles mueren

La ciudad dormía bajo la presión húmeda de una madrugada que no prometía consuelo. En algún lugar del casco antiguo, El Ángel de Bruma cerraba sus puertas tras otra velada de decadencia. Era la noche del cinco al seis de mes, y Gabriel había salido del local poco después de las doce y media, según los fragmentos que la coterie había logrado reconstruir. Ahora, bajo la tutela muda de la noche, se disponían a seguir sus pasos.

El trayecto entre el club y el domicilio de Gabriel no era largo. Las calles empedradas serpenteaban entre edificios centenarios y callejones sin salida, marcados por farolas parpadeantes y fachadas que sudaban historia. Avanzaban en silencio, evaluando cada bifurcación, cada sombra que pudiera haber albergado al joven en sus últimos momentos. Fue Ezequiel quien lo notó primero: un callejón estrecho, ciego, apenas dos calles antes del piso de Gabriel. Una cinta policial deshilachada colgaba de una caja abandonada, ondeando con la brisa como una advertencia muda.

La coterie se adentró en la penumbra. El callejón, encajonado entre estructuras de ladrillo viejo, exhalaba una mezcla de humedad, óxido y residuos orgánicos. Una señal de tráfico torcida marcaba el final abrupto del paso. Tres persianas metálicas cerradas y una pila de cajas formaban un escenario olvidado por la ciudad. Una farola moribunda lanzaba destellos erráticos sobre las paredes mugrientas. Allí, sobre la superficie rugosa de uno de los muros, aún era visible una mancha de sangre. Había sido limpiada, sí, probablemente por la policía tras procesar la escena, pero el material poroso de la pared conservaba los restos como un recuerdo grabado en carne urbana.

En el suelo, los signos eran inequívocos: huellas incompletas, marcas de arrastre, objetos desplazados de su lugar original. Gabriel no había llegado a su casa. Había sido interceptado, atacado, quizá herido de muerte allí mismo. Arrastrado como una presa. La noche, testigo muda, no ofrecía más respuestas.

Hasta que Paris, rebuscando entre las cajas derrumbadas, encontró algo. Era un flyer manchado de sangre, con una huella de bota militar marcada sobre él. La cara frontal anunciaba una Fiesta Privada de la Hermandad en un club llamado La Luna Roja. En el reverso, junto a anuncios de otros eventos, una anotación manuscrita destacaba: “Ingreso VIP: Preguntar por El Lobo.” Más perturbador aún era el pequeño mapa dibujado a bolígrafo. Una línea unía El Ángel de Bruma con ese mismo callejón, y justo en el lugar donde estaban de pie, alguien había dibujado una X. A un lado, la hora: “00:45”. La tinta, corrida por la sangre, revelaba la urgencia, la violencia. Todo había sido escrito con el mismo bolígrafo. No era basura. Era planificación.

Ezequiel tomó el flyer en sus manos. Al hacerlo, una visión lo asaltó. No era su perspectiva, pero lo habitaba. Caminaba por un pasillo angosto lleno de cuerpos apretados. Luces de neón rojas y una música áspera con acentos del Este llenaban el aire. Al fondo, una luna roja brillaba sobre la barra. Cruzó una puerta negra. Dentro, silencio. Un sofá, un espejo ahumado, y frente a él, un hombre de mandíbula firme, piel pálida y mirada congelada. Marcaba un número. Al otro lado, silencio. Solo una frase: “Está hecho.” Y colgó.

Al fondo del callejón, la coterie detectó movimiento. Dos personas sin hogar, cubiertos con mantas raídas y cartones, los observaban desde la oscuridad. Elena y Miguel Ángel se acercaron. El primero habló con voz temblorosa:

—La vimos esa noche… Una mujer espectacular, vestida para una fiesta. Fue atacada aquí, justo donde están pisando.

El segundo, con un hilo de voz ronca, añadió:

—Eran dos… un hombre y una mujer. La arrastraron sin esfuerzo. Ella… no tuvo ninguna oportunidad.

—La golpearon y la subieron a un coche negro, grande, sin matrícula —concluyó el primero—. No vimos a dónde se la llevaron. Y no quisimos saber más.

Cuando la información fue extraída, Elena borró de sus mentes los últimos minutos. Ningún recuerdo debía quedar. Solo el eco de lo que fue. Y la noche, de nuevo, se cerró sobre ellos, espesa y muda.

Reina de Picas, la chica del pelo morado

El grupo regresó al Reina de Picas cuando la noche ya se acercaba a su punto de extenuación. Esta vez, el bullicio había cedido ligeramente, permitiéndoles ingresar sin demasiadas miradas. Miguel Ángel, Ezequiel y Paris cruzaron el umbral entre sombras, activando sus dones para ocultarse y permanecer invisibles en el tumulto residual del local.

Permanecieron en penumbra, pacientes, mientras el lugar se vaciaba. La persiana metálica descendió con un chirrido prolongado poco después de las cuatro de la madrugada. El personal comenzó la limpieza rutinaria. Las luces se atenuaron. Fue entonces cuando se deslizaron entre bastidores, explorando lo que al inicio de la noche les había sido vedado.

Tras la barra, una puerta sencilla los condujo a un almacén común: cajas, botellas de licor, utensilios. Ningún secreto aguardaba allí. Sin embargo, algo sí les llamó la atención al regresar al mostrador: un corcho situado en la pared tras la barra, repleto de fotos polaroid. Entre ellas, una mostraba a Blanca Montoro, sonriente, junto a una joven de cabello morado. Paris la reconoció de inmediato: era una de las camareras del club.

Retrato de Luna Castelao
Luna Castelao

La revelación no resolvía nada, pero abría un nuevo ángulo. Quizás hablar con esa joven pudiera ofrecer respuestas. Al salir del local, el grupo se reunió brevemente en una esquina sombría para intercambiar impresiones sobre lo descubierto. Las palabras fueron pocas, medidas, como dictadas por la fatiga y el peso de lo que intuían se avecinaba. Tras acordar un posible próximo paso, se despidieron en silencio, cada uno desvaneciéndose por distintas calles como sombras que la ciudad no sabría recordar.

La noche tocaba a su fin. Cada uno se dispersó, guiado por su hambre. Cazadores solitarios, cada uno con sus propios métodos, sus propias reglas. Pero no todos los encuentros serían limpios esa noche.

Ezequiel, como tantas veces, se escabulló por una ventana abierta. La habitación estaba en penumbra, cálida, saturada por el olor de una vida joven. La muchacha dormía, hermosa, pero eso no le importaba. Solo el olor de su sangre, el ritmo del corazón latiendo en la penumbra. Se relamió.

Quizás fue una pesadilla, o tal vez el calor, pero en el instante justo antes de clavar los colmillos, la joven abrió los ojos. Se encontró con su rostro a centímetros. Gritó. Lo golpeó. Corrió.

Y algo se rompió dentro de Ezequiel.

La frustración dio paso a la Bestia. Sin pensamiento, sin control, se lanzó sobre ella con una furia ciega. La derribó, la desgarró. No quedó nada civilizado en el acto. Solo hambre.

Cuando recobró la conciencia, jadeaba sobre el cuerpo destrozado. La habitación era un charco de caos. La culpa no tardó en apretar sus garras. Sacó su teléfono y marcó.

Su Sire respondió con una calidez inesperada. Escuchó el relato sin sobresaltos.

—Haz lo mismo que hiciste con la casa de tu padre —dijo—. Hazla arder. Y vete.

Ezequiel asintió en silencio. Recolocó el cuerpo en la cama. Abrió la válvula del gas. Prendió una mecha improvisada. Y salió por el balcón con la misma calma con la que había entrado.

Noche 7 – 15/11/2024

La llamada interceptada

Poco después de despertar, Paris recibió una llamada inesperada. La voz al otro lado de la línea era inconfundible: Lorenzo Ferrer, el primogénito Nosferatu. Su tono era inquisitivo, aunque contenido. Quería saber qué había ocurrido la noche anterior. No lo decía abiertamente, pero su voz dejaba entrever que ya tenía parte de la información. Esperaba que fuera Paris quien llenara los vacíos.

Tras una conversación breve pero significativa, Lorenzo solicitó una reunión urgente. Debían acudir a la Torre Bellesguard, donde tenía algo importante que compartir.

Mientras tanto, Miguel Ángel, ajeno aún a la convocatoria, había partido a encontrarse con su mawla, Amira Al-Nasir. El relato sobre el ataque en el Faro de Montjuïc motivó en ella una reflexión inmediata. Según su experiencia, aquella manada del Sabbat no actuaba como las más comunes. El uso de espías, la preparación meticulosa, sugería que pertenecían a la Senda del Poder y la Voz Interior, una de las cuatro sendas principales del Sabbat, conocida por su astucia y manipulación. No era propio de sendas más agresivas que optaban por el enfrentamiento directo.

En Bellesguard, todos menos Miguel Ángel se presentaron a la cita. Lorenzo Ferrer los recibió con la misma impasibilidad que siempre. Sin rodeos, les entregó una hoja impresa con una transcripción de una llamada interceptada durante la noche anterior. El contenido era inquietante:

Retrato de Lorenzo Ferrer
Lorenzo Ferrer

Voz 1 (masculina, tono burlón): —Lo del bar salió de lujo. Se tragaron el anzuelo con el ancla y todo. Hacía tiempo que no me reía así.

Voz 2 (femenina, tono frío, autoritario): —Pero nos han jodido el ritual en el faro. Ese sitio tenía poder. Ahora no será lo mismo.

Voz 1: —Aun así, sigue siendo tranquilo. Nadie se pasea por allí de noche. Podemos hacerlo funcionar.

Voz 2: —Mi chiquilla es una inútil. Perder esa nota… ¿sabes cuánto tiempo llevaba preparando eso?

Voz 1 (nervioso, intentando cambiar de tema): —Por suerte había más mentira que verdad en esa hoja. Por ahora solo están dando palos de ciego.

Voz 2: —Bueno, es igual… Mañana en Can Ricart. Mismo modus operandi. Y si esta vez alguien mete la pata, no volverá a ver otra noche.

Voz 1 (rápido, sumiso): —Entendido, jefa. Allí estaré.

(Fin de la llamada)

Lorenzo los observó en silencio al entregar la hoja. Solo añadió una advertencia antes de marcharse: que no cometieran el mismo error otra vez.

Mientras él se retiraba, Miguel Ángel llegó al lugar. Intercambiaron apenas un saludo, y el primogénito continuó su camino.

Roc, por su parte, comenzó a mover sus hilos. Sabía que aquella noche podrían necesitar refuerzos. Hizo algunas llamadas entre los Anarquistas y logró contactar con Selene, miembro de la coterie de Dante Giscombe. Acordaron que dejaría sangre alquímica en el bar de Ares, a cambio de dos mil euros por bolsa. Serían diez en total.

Paris, previsora como siempre, tenía esa suma escondida en su refugio. Sin perder tiempo, fue a buscarla y se la entregó a Roc.

Mientras él se encargaba de la transacción, el resto del grupo se dedicó a investigar posibles ubicaciones de Can Ricart. Entre las opciones, una antigua fábrica textil con torre parecía el lugar más plausible para un nuevo ritual.

Odio en la mirada

Con la nueva información en sus manos, la coterie se preparó para afrontar lo que parecía una inminente amenaza del Sabbat. La localización de Can Ricart, una antigua fábrica textil enclavada en el paisaje urbano de Barcelona, había sido identificada como el posible escenario del siguiente ritual. No estaban dispuestos a permitir que otro acto profano tuviera lugar.

Puesto que el emplazamiento se encontraba dentro del territorio anarquista, Roc no dudó en contactar con la censora del movimiento. Su petición fue directa: ayuda inmediata. La censora prometió movilizar efectivos lo antes posible.

Esta vez, no habría margen para errores. La coterie tomó precauciones meticulosas. Los miembros con capacidades de Ofuscación fueron los encargados de asegurar el perímetro. Identificaron un edificio elevado desde donde se podía tener una vista clara del complejo. Una vez verificado que acceder al lugar no implicaba ser detectados, toda la coterie se dirigió hacia allí. El inmueble estaba custodiado por un par de guardias de seguridad, pero gracias al dominio mental de Elena, los superaron sin esfuerzo. Desde la azotea, desplegaron unos prismáticos y comenzaron la vigilancia.

Alrededor de las once de la noche, Ezequiel divisó una furgoneta que se aproximaba. De su interior descendieron Claudia Herrero, el supuesto brujah, una nueva figura femenina con el aspecto de Erika Cuervo según las descripciones previas, una joven Lasombra, un ghoul, y Blanca Montoro. A través de sus sentidos agudizados, Ezequiel percibió además otras presencias dentro del vehículo, vástagos cuyas auras se entremezclaban demasiado como para distinguirlos individualmente desde la distancia.

Algunos de los recién llegados se dispersaron en posiciones de vigilancia o se adentraron en la fábrica. La coterie concluyó que el ritual tendría lugar en la torre central.

Miguel Ángel, que había estado analizando el terreno mientras los demás observaban, propuso un plan: evitar las rutas vigiladas accediendo por unas naves industriales adosadas a la torre. Desde allí podrían escalar o acceder al interior y usar las escaleras. Aunque sabían que lo ideal sería esperar a los refuerzos, permanecer separados los convertía en presas fáciles. Era el momento de actuar juntos.

Uno a uno, comenzaron a trepar. Algunos de los miembros menos hábiles en el sigilo provocaron leves ruidos en el último tramo. La joven Lasombra se asomó con sospecha, pero no alcanzó a ver nada anormal.

Una abertura en la pared de la torre facilitó el acceso. Con extremo cuidado, la coterie penetró en el interior. A medida que ascendían las escaleras, los ecos de un cántico ritual comenzaban a elevarse desde lo alto, densos y guturales.

La escena que se reveló en la cúspide era de pesadilla. La tenue luz de velas negras, parpadeantes sin viento, iluminaba un círculo ritual en cuyo centro una piedra cubierta de símbolos rúnicos palpitaba con una vida propia. Claudia y la joven Lasombra entonaban cánticos, canalizando energía hacia el centro del ritual. Blanca Montoro, débil y maniatada sobre un pedestal improvisado, dejaba caer lentamente su sangre en un cáliz burbujeante de resplandor antinatural.

La piedra pulsaba con una cadencia que arrastraba consigo las ansias de sangre de todos los presentes. Algo ancestral estaba despertando.

Retrato de Claudia Herrero
Claudia
Retrato de Blanca Montoro
Blanca Montoro
Retrato de Isabel "La Sombra" Vega
Isabel Vega

Sin dudar, Miguel Ángel fue el primero en lanzarse al ataque, directo hacia la Lasombra. Roc lo siguió, sus uñas transformadas en garras. Paris arremetió con su bate contra Claudia. Ezequiel y Elena abrieron fuego con sus pistolas.

El ataque fue rápido, feroz, inesperado. Las otras figuras del Sabbat no tuvieron tiempo de reaccionar ni de ascender. Claudia recibió los disparos sin retroceder, como si aguardara algo. Su mirada era de puro odio, y no de miedo.

Miguel Ángel y Roc derribaron a la joven Lasombra. Mientras caía, su cuerpo se retorció, ya sin cántico. Claudia, sangrando y tambaleante, comenzó a desdibujarse. Su forma se volvió fluida, etérea. Ante la desesperación de la coterie, escapó por las grietas de la vieja torre, convertida en sombra líquida.

Mientras liberaban a Blanca Montoro, el sonido lejano de un motor los alertó. Desde la torre vieron cómo la furgoneta se alejaba. El Sabbat abandonaba a sus caídos. Su prioridad era sobrevivir.

Cinco minutos después, mientras descendían del edificio principal, el rugido de varias motos rompió el silencio de la noche. Los refuerzos llegaban pero ellos ya habían eliminado el peligro inmediato y rescatado a Blanca.